Eran las nueve y tres minutos de la noche en el momento que Jeff cerró la puerta de casa a sus espaldas, al parecer con exceso de fuerza porque su padre gritó algo acerca de que los niños de hoy ya no tenían respeto.
Jeff abrió el paraguas para defenderse de la pertinaz llovizna y se enfurruñó todavía más al meter los pies en los hilos de agua que cruzaban la calle. «Maldita agua y maldito vicio», pensó con rencor.
Cinco minutos antes se encontraba en la sala, bien calentito, tomando una taza de chocolate y viendo el final de la película del Sorprendente Hombre Araña. Entonces su padre salió del estudio y le dio un billete de veinte quetzales para que fuera a comprar una cajetilla de cigarros. Con papá no se discutía, así que Jeff tuvo que buscar un paraguas y salir a buscar los cigarros.
La tienda de doña Mercedes, que estaba a solo media manzana de donde vivía Jeff, en barrio San Jorge, ya estaba cerrada. Dobló en la esquina siguiente y se dirigió a otra tienda, de nombre “La Bendición”.
La calle era de terracería (solo eran de concreto en las cuatro zonas principales del pueblo) y sus zapatos se pegaban al polvillo que se había convertido en lodo. Odió su mala suerte mientras despegaba los pies con hastío y se juró a sí mismo que nunca fumaría, ni tomaría cerveza ni nada que emborrachara. Padre se fumaba una cajetilla de cigarrillos al día. Casi no tomaba, pero cuando lo hacía, perdía el control.
Mientras chapoteaba por la calle, la rabia por ser mandando a comprar cigarrillos bajo la lluvia a las nueve de la noche empezó a disiparse, sustituida por cierta aprensión que de a poco fue convirtiéndose en miedo.
«Son las nueve de la noche, tampoco es tan tarde. Y tampoco hay niebla», intentó animarse, pero resultó un parco consuelo.
Jefferson cumpliría diez años en marzo próximo. Tenía permiso para ir a jugar con Alex, el vecino, y con Edmund, un primo que vivía en zona 2, y con varios amigos más. Pero con quienes jugaba más era con Alex y con Edmund. Un punto en común es que siempre tenía que regresar a casa antes de la siete. Nunca había salido de casa después de las siete de la noche, solo, se entiende.
Esa era su primera vez. ¡Y qué primera vez! Un cielo negro, las nubes escurriendo las últimas gotas de agua, el clima frío, las calles anegadas de agua y lodo, todo el mundo en sus casas, encerrados, él solo, solo, solo a las nueve de la noche.
La ira desapareció, reemplazada completamente por el miedo. Había farolas de luz en las esquinas, nada más. La municipalidad no había repuesto las que se habían averiado a mitad de manzana. De modo que de un punto de luz al otro había más de cien metros, la mayoría de los cuales permanecían en la oscuridad.
Y la oscuridad era aterradora.
Vagamente percibió una sombra más negra que todo lo demás moverse a sus espaldas. No tuvo valor para volver la vista. Lo que hizo fue apretar el paso. Escuchó un leve chapoteo, similar al que él producía al caminar, pero no era el ruido de sus pisadas. Eran las de alguien más. Sintió el frío del miedo recorrer su espalda. Imaginó algún monstruo (de esos que nadie ha visto pero que se suponen pertenecen a la oscuridad) al acecho y apretó el paso todavía más.
Al lado izquierdo había una casa, a oscuras. Al otro lado había un predio sin construcción, estaba lleno de árboles de mangos, jocotes y cocos. Bajo los árboles no estaba oscuro, sino negro. Si había algún monstruo al acecho, Jeff supuso que vendría de allí. Cruzó la calle para poner distancias entre él y esa negrura.
Por el rabillo entrevió una sombra.
Se atrevió a volver la vista hasta que estuvo baja la farola de la esquina siguiente. Apenas se había alejado de casa dos cuadras y media, no obstante, le pareció que había caminado kilómetros. Tras él solo vio la calle angosta, el agua que corría en diminutos arroyuelos y la copa de los cocos y los mangos que alcanzaban algunos rayos de luz en la altura. No había rastro de ningún perseguidor ni de monstruo alguno.
«Los monstruos no existen», se recriminó. A pesar de ello, sabía que durante el trayecto de vuelta iba a sentir igual o más miedo.
Mientras estaba debajo de la farola, el agua arreció, convirtiéndose la llovizna en lluvia.
La tienda “La Bendición”, una suerte de abarrotería con amplios mostradores y bancos donde varios jóvenes se tomaban unas cervezas (negándose a dejar pasar el domingo sin echarse unas chelas), algunos de los cuales ya estaban bastante ebrios, estaba al cruzar la calle.
Jeff suspiró de alivio al encontrar el negocio abierto. No sabía si habría tenido el valor para ir más lejos en busca del mandado de su padre. Compró los cigarrillos a doña Bertha, una mujer algo pasada de kilos que siempre andaba un chicle en la boca, y volvió bajo la farola del otro lado.
La lluvia empezaba a convertirse en tormenta. La sombrilla no aislaba por completo al muchacho de la lluvia, que se empapaba según la dirección del viento.
Jeff permaneció un momento bajo la luz de la farola. La claridad no llegaba más allá de unos parcos quince metros, lo demás era negrura. Las copas de los árboles del predio sin construir se mecían de forma siniestra. Pensaba en si no sería mejor dar un rodeo. Por otras calles también estaría oscuro, pero al menos no pasaría cerca de la negrura bajo los árboles.