La voz

19

«¿Qué fue eso?», se preguntó Jennifer Belrose, emergiendo de una pesadilla en la que unas manos toscas hurgaban entre sus ropas.

Las pesadillas habían continuado la noche del jueves y esa noche del viernes 25 de enero. La decisión de continuar con su venganza contra el género masculino había flaqueado la mañana misma del día que había decidido continuar. La muerte de Brandy, y la consecuente metida de pata del Sapo, la habían hecho titubear.

En realidad, no había cambiado nada.

La mañana de paz que tuvo ese jueves 24, la pagó caro la noche del mismo día. Las pesadillas volvieron, más crudas, más reales. Volvía a ser la niña de trece, la dulce, la confiada, a la que le desgarraban la vida… ¡Y cómo dolía!

Escuchó un ruido afuera, recordando el por qué había despertado. Se detuvo a escuchar. De momento no oía nada, pero lo había oído. De otra forma no habría sido sacada de la horrible pesadilla que todavía la tenía transpirando. Nunca despertaba hasta que la pesadilla terminaba.

«Hasta que el horrible recuerdo me ha hecho revivir todo el dolor y reencarnar todo el odio que acumulé en los días que siguieron.»

A veces tenía la sensación de que las pesadillas se las provocaba algo más grande y malévolo que ella, algo que quería que el odio persistiera en su ser.

Escuchó de nuevo el ruido: fue un leve sonido metálico. Un sonido que Jennifer reconoció en el acto y que la llenó de alerta y espantoso terror. Terminó de desembarazarse de las sábanas que en medio de las pesadillas se habían deslizado hasta las pantorrillas y se puso de pie de un salto. Encendió la luz de su habitación para alertar al malhechor de que estaba despierta y dispuesta a defenderse.

El sonido que había escuchado era el clásico tintineo del pasador de la verja pequeña que daba acceso a su propiedad. ¿Quién quería entrar a su casa?

En realidad, la pregunta que debía hacerse era: ¿Por qué no lo habían intentado antes? Había que tener en cuenta que era una joven hermosa, dueña de una pequeña fortuna. Y lo mejor de todo era que vivía sola, sin siquiera un perro por compañía.

«¡Un violador! ¡No! ¡Otro no! ¡Nunca más»

El miedo subió como un retorcijón lleno de bilis hasta la garganta; sintió arcadas que casi la hacen vomitar.

«¡No, no, no! ―tomó coraje― ¡No esta vez!»

Se ató la bata y se dirigió al cajón de las navajas y los cuchillos.

*****

Fernando Recinos, el regordete chico que vivía cruzando la calle enfrente de la casa de Jennifer Belrose, llevaba varios minutos intentando que el doble pasador de la puerta de metal cediera. Hasta que se dio cuenta de que el pasador tenía candado. No se había dado cuenta desde el principio porque apenas veía. Se podría decir que no veía doble, cuando no triple.

Tampoco se había dado cuenta de las raras nubes que en el cielo velaban la luna.

Tanteó el candado con sus dedos como salchichas, con la esperanza de que no estuviera bien puesto. Las esperanzas resultaron vanas. Miró el murete, la mitad de block y la otra mitad de metal, dos metros en total. Nunca se había tirado ni siquiera la malla metálica de 1.20 de su casa. No obstante, esa noche se sentía osado.

Esa era la primera vez que probaba alcohol. Tenía quince años y sus eran padres muy estrictos, pero esa noche también se sintió lo suficientemente osado para probar alcohol.

Había ido a casa de Francisco, un compañero de escuela, a hacer una tarea grupal. Eran cuatro los que se habían reunido, si bien fue el anfitrión quien propuso comprar un “seis” de chelas. “Mejor un doce”, agregó Daniel.

Al final terminaron comprando dos “doce” más. Incluso Fernando se rascó los pocos centavos que cargaba.

Al principio había tenido miedo, pues había oído que por probar había muchos “bolitos” durmiendo en las bancas de los parques, amén del terror que le inspiraban sus padres de llegar a enterarse de que había desobedecido.

Pero cuando sintió mayor temor fue al momento de coger la primera lata de cerveza. En ese instante sintió un miedo terrible, muy superior al que le inspiraban sus padres molestos. Había tenido la sensación de que, si probaba el contenido de la lata, algo muy malo iba a sucederle.

El caso es que lo convencieron, y al final, nueve cervezas bastaron para ponerlo más ebrio que una cuba.

Al tercer intento logró pasar una pierna al otro lado la verja. En el primero se había deslizado; en el segundo se cayó cuando ya estaba sobre el metro de block, cayó hecho un ovillo y casi se dio por vencido. Entonces rememoró, con memoria de ebrio, lo hermosa que era Jennifer Belrose, una de las mujeres más lindas de todo el mundo, sin lugar a dudas. Recordó las sonrisas y cómo lo miraba cuando lo descubría espiándola: sonreía de nuevo y bajaba la mirada, apenada. Si eso no era una invitación, entonces, ¿qué lo era?

Vivía sola. Si él se paraba a la puerta de su casa, llamaba con caballerosidad, le decía que estaba enamorado de ella, y le contaba que había tenido que saltarse la cerca solo para verla, seguro se le derretía el corazón. Le pediría que pasara, entonces sería su sueño hecho realidad.

Fueron esos pensamientos, sueños de ebrio, los que lo espolearon a intentarlo una tercera vez.




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