Cristian estaba soñando. De nuevo aquel sueño-pesadilla. Dentro de ese mundo onírico cobraba la certeza de que ya había soñado lo mismo en anteriores ocasiones. Sospechaba que significaba algo, y esa sospecha trataba de aferrarse a su ser para convertirse en idea precisa. No obstante, se resbalaba, como manos untadas de aceite.
Estaba en una calle empedrada, ocupando el centro de una cúpula de claridad de unos diez metros de diámetro. En el exterior de la cúpula, todo era niebla gris.
«La niebla oculta algo», pensó. Le pareció que el pensamiento era acertado.
Dio un pequeño paso a la derecha. Era la primera vez que se movía voluntariamente; las otras ocasiones se había limitado a huir cuando un túnel de luz se abría a sus espaldas. No entendía cómo lo sabía, pero lo sabía.
Al moverse notó que la cúpula de claridad se movía con él.
Se atrevió a dar un paso más grande. La cúpula volvió a desplazarse con él. Dio otros tres pasos hasta rozar la orilla de la calle.
A la derecha había un árbol de almendras, con las ramas cortadas en capas. Bajo el árbol había restos de arena y piedrín para construcción. A unos metros del árbol empezaba el corredor de la casita que estaban construyendo. Caminó fuera de la calle hasta que pudo ver la casa. El corredor tenía forma de arco, y el interior constaba apenas de dos cuartitos.
«Como si fuera la casita de unos recién casados —pensó—. Empezando su vida de pareja, lejos del nido paterno.»
No era un lugar que Cristian hubiera visto con anterioridad, sin embargo, tenía la certeza de que se ubicaba en Aguasnieblas.
La casa parecía del todo normal. No le dio la sensación de que guardara algún secreto. Pero pensó que si aparecía en sus sueños con tanta recurrencia era porque guardaba algún significado.
Cruzó la calle y escudriñó lo que había al otro lado. La cúpula de claridad se movía ahí a donde él iba, manteniendo a raya la bruma. El cerco era de alambre de púas, clavado a postes de tinto. Había dos columnas de concreto que daban soporte a un portón de una sola hoja color rojo óxido; la abrió y entró.
La casa era de madera y block. El block estaba pintado de azul y la madera, de color salmón. Había dos arbolitos de limón en el patio y un granero en una de las esquinas del corredor. Un racho de hojas de guano se ubicaba a un costado, donde tres hamacas pendían amarradas de las vigas. Era obvio que esa casa no estaba deshabitada como la casita del almendro. Pero tampoco percibió nada raro.
Volvió a la calle. Retrocedió algunos pasos, solo para comprobar si la cúpula lo acompañaba. La cúpula no lo abandonó. Avanzó hacia adelante. Cuando cruzó la línea del almendro en el lado derecho y del portón a la izquierda, la cúpula empezó a reducirse y la niebla se arremolinó, presionando.
«Esta es la clave ―concluyó―. Sea lo que sea que tengo que ver está adelante.»
Siguió avanzado. Tres metros, cinco, seis, diez… La neblina se volvió más densa y se agitaba amenazante, el color gris cediendo ante un negro ominoso. La cúpula pasó de poseer diez metros de diámetro a tener nueve, ocho, siete, seis… apenas alcanzaba a mirar las orillas de la calle.
Los oídos empezaron a zumbarle, sometidos a una fuerte presión. Lo peor era el miedo, un miedo que crecía con cada paso que daba. Tenía la certeza de que caminaba hacia algo similar a la muerte misma. Lo que fuese que se ocultaba allá atrás, era algo horrendo que lo estaba esperando para devorarlo o algo peor.
«¿Si me está esperando por qué se oculta tras la niebla? ―se preguntó― ¿Por qué no simplemente se muestra o se abalanza sobre mí?» Pese a ello, su mente insistía en que un grave peligro lo esperaba tras la gruesa cortina de negra bruma.
«El peligro existe ―concluyó―. Pero también hay respuestas. Lo sé. No lo sé con la cabeza, tengo la certeza del corazón.»
Fue ese un momento de revelación en un asunto trascendental en la vida de Cristian Cáceres. Comprendió que había algo en su mente (Elliam) influyendo de la misma manera que cuando fueron cazados, al inicio de toda aquella pesadilla. Pero había algo más, o alguien, que desde el corazón intentaba guiarlo en la dirección correcta. Esa dirección era adelante, siempre adelante.
La niebla gris, ahora negra, era Elliam intentando evitar que avanzara, oprimiéndolo, aguijoneando sus emociones, imbuyendo su mente de un miedo más grande de lo que en realidad era.
De algún lugar había surgido la revelación de que Elliam no estaba muerto, de que era él quien usaba a los Cazadores como peones para llevar a cabo algún plan, que no consistía únicamente en matar indiscriminadamente al que se cruzara en su camino.
«Se trata de algo más grande —comprendió—, de algo que pondrá en peligro al municipio entero, al país, al mundo… Y tras la niebla está la respuesta. Ese algo más que se opone a Elliam quiere mostrarme algo. Pero no es tan fuerte como para decírmelo a las claras. De manera que aquí estoy. Y aquí voy.»
Hizo acopio de valor y fuerzas y siguió avanzando. La bruma continuó oprimiendo contra la cúpula de claridad, que se reducía, se reducía. El dolor de oídos se intensificó, se extendió por toda la cabeza, que amenazaba con explotar por la presión. Increíblemente el miedo había desaparecido, como si al descubrir lo que pasaba en su mente hubiera roto el embrujo. No obstante, la niebla era más densa, más negra, y se agitaba furiosa, interponiéndose como un muro entre él y las respuestas del otro lado.