El sexo fue excelente; lo hicieron tres veces durante la noche. La primera, antes de acostarse. Luego, una hora más tarde, tras dar vuelta y vuelta en la cama sin poder conciliar el sueño. La tercera, ya de madrugada, cuando ella despertó jadeante a causa de una pesadilla. En esta ocasión lo hicieron con furor, y fue ella quien se subió sobre él. Se vinieron en menos de un minuto.
Pero sin duda alguna lo mejor fue su compañía. Pese a todas sus dudas y temores, pese a los sueños desesperantes y cargados de dolor y odio, Jaime, con su sola presencia, lograba que todo fuera menos vívido, menos real. Después de hacer el amor por tercera vez él la abrazó, y aunque no dijo nada, fue suficiente para mitigar su dolor.
Había vuelto a soñar con su trauma de la niñez. En la pesadilla volvió a vivir la violación sufrida a los trece años. Después se había vengado. Pero entonces, la dulce venganza se transformaba en un trago de hiel, pues nada de lo que hacía la saciaba y empezaba a tener miedo.
En la pesadilla de esa madrugada de lunes 28 de enero, sus tres perpetradores, Rafael Gutiérrez, Ricardo Cepas y Nazario Vaca, se levantaron de la tumba y empezaron a perseguirla.
El aspecto de los tres era el que se espera de personas que llevan muchos años muertas: la piel y la carne se les caía, gusanos reptaban por agujeros imposibles, huesos blancuzcos asomaban entre girones de piel negra y putrefacta, ni siquiera tendrían que haberse tenido en pie. Pero lo estaban, y caminaban, corrían tras ella, extendiendo sus manos pútridas con afán de cogerla. Y si la alcanzaban volverían a violarla como lo hicieran estando viva. Y esta vez sería peor, mucho peor.
Había despertado en medio de un grito, cuando cayó y uno de sus perseguidores le cogió el tobillo. Su lengua negra y agusanada asomaba entre su boca sin labios; empezó a lamerla…
Su grito despertó a Jaime. O eso fue lo que pensó. Al mirarlo mejor, vio sus ojos diferentes, nerviosos, tan llenos de miedo como los suyos propios. En ese instante comprendió que su amante no se quedó solamente para consolarla. Él también necesitaba consuelo.
―¿Una pesadilla? ―le preguntó.
―Igual que tú ―replicó Jaime.
Se abrazaron, se besaron. Fue cuando hicieron el amor por tercera vez.
¿A dónde iban con aquella relación? Era algo que Jennifer todavía no se preguntaba seriamente, sobre todo porque creía que el Seco tampoco había pensado en el futuro de la misma. Además, todavía no confiaban plenamente el uno en el otro. Prueba de ello fue que ninguno refirió su pesadilla.
Pero estaban unidos, más de lo que imaginaban; se necesitaban y se consolaban. Quería creer que eso que los unía era amor, amor de verdad, no obstante, en el fondo sospechaba que lo que los unía era el miedo, un miedo compartido a algo terrible que acecha muy cerca pero que siempre permanece fuera de la vista.
Durante un instante de discernimiento, mientras cabalgaba sobre la virilidad de Jaime, pensó que lo que los unía tanto no era el amor ni el deseo, sino la Voz, que no quería que se separasen. En ese mismo instante estuvo a punto de saber por qué los quería unidos. Sí comprendió que los quería juntos no para que hicieran el amor, sino para algo que favorecía sus apocalípticos planes. Y durante una fracción de segundo estuvo a punto de aprehender la esencia y la forma de esos planes.
Terminó el coito y no recordaba haber pensado en la Voz ni en sus planes.
Luego, continuaron durmiendo, uno en los brazos del otro. Si bien al principio le costó volver a conciliar el sueño. Y es que su mente insistía en transportarla de nuevo a la pesadilla. La reminiscencia traía a su imaginación los cuerpos descarnados de sus perpetradores persiguiéndola; si no, volvía seis años en el tiempo a un callejón poblado de neblina, tres rostros flotando como fantasmas, varias manos ásperas y sucias hurgando entre sus ropas.
Jaime la estrechó con fuerza y ella sintió las lágrimas, silenciosas, surcarle las mejillas; no se percató en qué momento había empezado a llorar. Entreabrió los ojos un segundo y notó con miedo primero, y luego con triste consolación, que el Seco también lloraba en silencio. Lo abrazó a su vez con más fuerza y por fin pudieron dormirse.
Por la mañana se ducharon en silencio, juntos, e hicieron el amor una cuarta ocasión. Nunca se dio cuenta de que, inconscientemente, se estaba despidiendo de él.
Más tarde fueron juntos a la cocina y, mientas él picaba un poco de jamón, Jennifer batía los huevos a mano. Mientras ella freía los huevos, Jaime tostó varias rodajas de pan. Por último, Jennifer sirvió dos vasos de zumo de naranja y Jaime, hurgando en la alacena, encontró una botella sin destapar de Jonhy Walker etiqueta roja.
―¿Tan temprano? ―preguntó Jennifer.
Era la primera vez que le dirigía la palabra desde que hicieran el amor a las tres de la mañana.
―Lo necesito ―dijo Jaime.
Le tomó un tercio al vaso de jugo y lo rellenó de whisky. Jennifer bebió otro tanto y le tendió su vaso. Él se lo llenó sin decir nada.
―En ese caso, creo que yo también lo necesito.
Y es que de pronto, pese a la confortable compañía del otro, tenían miedo, un miedo que casi los hacía temblar por lo gélido de su contacto.