La voz

53

El jefe Henrich estaba lejos de saber o imaginar lo que se estaba gestando en la ciudad. Se encontraba a un kilómetro del límite municipal, en el valle donde había tenido lugar el aparatoso accidente del bus número 57. No hacía nada en especial, simplemente se aseguraba de mantener a la gente por detrás del cordón de seguridad, cosa que ni siquiera hacía él sino sus subordinados, y contestaba a algunas preguntas de los periodistas.

Cuando su reloj marca Casio, de esos metálicos y plateados que habían pasado de moda allá por el siglo XV, pitó señalando las tres en punto, estaba viendo cómo dos policías (los agentes Vilar y Gutiérrez) impedían que una señora que ya pintaba canas atravesara el cordón de seguridad. Se trataba de Josefina Gonzáles Barrientos, madre de Armando Barrientos, ese sempiterno bromista que había terminado de sacar de sus casillas a Casimiro, el chofer del bus accidentado.

Era la quinta vez que la mujer intentaba burlar la vigilancia de la policía, cada una desde distintas direcciones. La matrona no dejaba de gritar por su hijo. Al parecer había reconocido a su muchacho, o lo que quedaba de él, por la camisa roja de un torso destrozado y aprisionado entre el marco de una ventanilla (un minúsculo rectángulo apachurrado y carente de vidrio) del bus. Como el susodicho no respondía el teléfono, ni el amigo que iba con él, era de suponer que, en efecto, el tal Armando Barrientos era el del torso con camisa roja.

Pero eso no era motivo para no querer dejar hacer su trabajo a los bomberos y personal médico. Henrich, que ya estaba perdiendo la paciencia, fue a hablar con la señora.

―Por favor, señora, manténgase fuera del cordón o tendré que mandarla a encerrar hasta que se calme ―amenazó.

«Lo que necesita es un tranquilizante», pensó. Pero consideró que el personal que trataba de recuperar los cuerpos ya tenía suficiente como para tener que lidiar con una señora histérica.

―¡Es mi hijo! ―gritó la señora―. Me necesita, está vivo, ¿no ve que se mueve?

Henrich volvió la vista. El torso, que sí era el de Armando Barrientos, se había movido, no porque estuviera vivo, sino porque por fin habían separado la ventana lo suficiente para extraer el cuerpo. El torso, un amasijo de carne y huesos rotos se escapó de las manos del socorrista que lo sostenía y cayó al suelo, cortado a la altura del vientre.

La sensación que embargó al jefe fue de irrealidad. «No —se dijo y sintió las piernas débiles—. Esto no es real. Estas cosas no pasan más que en las más sangrientas y sádicas películas de terror.»

Pero era real, lo sabía. Lo que veía no era una visión. Era en verdad un cuerpo cortado a la mitad, cayendo aparentemente en cámara lenta, desparramando sangre, tripas y mierda a su caída.

Henrich tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para no imitar a las personas que habían empezado a vomitar.

«¡Dios mío! ¡Oh, Todopoderoso! ¿Cómo pasó esto? ¿De verdad son culpables los Cazadores? ¿De verdad Santillana ha dado con su guarida?»

Josefina soltó un horrible alarido, mientras sus uñas marcaban finos surcos en sus mejillas. Afortunadamente habían llegado algunos parientes, quienes prometieron hacerse cargo de la matrona.

Henrich se alejó de los gritos; él caminando al centro de la escena, y Josefina siendo arrastrada por su familia hasta un coche familiar. Pero no era la única que gritaba, aunque sí la que más fuerte lo hacía.

No tenía más que veintisiete agentes a su disposición, y cinco de ellos estaban en la comisaría. Los otros veintidós estaban ahí con él, manteniendo a la gente fuera del cordón. Alrededor de la cinta había casi un millar de personas. Sería imposible detenerlas si todas decidían romper el cerco a la vez. Lo que no entendía era porqué querría alguien ver de cerca toda aquella carnicería. Eso lo desconcertaba todavía más.

Llegó al centro de la escena, a unos veinte metros del cordón, y se mantuvo a una distancia prudente de los que trabajaban con el bus y los cuerpos. Habían tendido una lona en medio de dos lomas, aprovechando la sombra de uno de los pocos árboles que había por allí, donde iban acumulando los restos de los cadáveres. La lona se encontraba cubierta por una manta, que ya estaba teñida de sangre. Entre lona y manta figuraban decenas de extremidades, cabezas y torsos. Henrich apartó la vista y contuvo las arcadas.

La sensación de irrealidad volvió a cernirse sobre él.

«¿De verdad son culpables Los Cazadores?» Se preguntó por enésima vez ese día. ¿De verdad había alguien tan despiadado para procurar un accidente con la esperanza de que produjera el resultado que al final se había dado?

Había interrogado a los testigos, los hermanos Camilo y Henry Chávez, que aseguraban haber visto a un hombre con una máscara de halcón plantarse frente al bus número 57 y disparar al chófer.

Los hermanos no podían asegurar si el Halcón le había atinado, pero desde luego había conseguido que el chófer, un tipo llamado Casimiro López (que Henrich conocía de cuando era el asistente del jubilado y exjefe Macario Buenavista, lo recordaba por haber sido acusado del asesinato de su esposa) perdiera el control del vehículo.

Henrich había examinado el vidrio delantero con la esperanza de descubrir el agujero de una bala, pero el vidrio se había hecho añicos. Y el cuerpo de Casimiro no ayudaba en nada; había atravesado el vidrio, pero había quedado atrapado en el giro del bus y terminó convertido en una masa informe. Imposible saber si había sido alcanzado por bala alguna. Quizá ni un examen minucioso de los técnicos forenses arrojaría alguna luz al respecto.




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