La voz

55

Los Cazadores permanecían en la Guarida. Y estaban asustados. Eran las tres con diez y Jennifer aún no aparecía. Pocas veces se habían sentido tan aterrados como en esa ocasión, lo peor es que no sabían bien por qué.

Era como una cortina negra que flotara sobre ellos. El sentimiento compartido era de fatalidad. Los cuatro tenían la acuciante necesidad de salir de la Guarida, de Aguasnieblas, de Petén, y hasta del país mismo. No obstante, allí estaban, asustados pero incapaces de tomar una decisión.

José, que usualmente era el más risueño, estaba repantigado en el sofá, limándose de manera distraída las uñas. Cinco minutos antes había bajado al subterráneo con la firme convicción de volver con una carabina y sendas fajas de tiros, pues de pronto estaba convencido de que se acercaba un gran peligro. No se lo dijo a nadie. De manera que cuando subió con un seis de cervezas de la nevera de abajo, nadie le dijo nada.

Repantigado en el sofá, aún se preguntaba por qué había cambiado de parecer cuando tenía la poderosa arma en las manos. Dejó a un lado la lima y destapó la segunda cerveza, a la que bebió la mitad de un trago. Tenía ganas de un pitillo de marihuana, de una línea de cocaína, pero no tenía nada a su disposición. Pensó en Cinthya y en lo que pensaría si se enteraba de que él había matado a su amiguito Ederson y a su anciano padre.

Amanda estaba sentada en el reposabrazos del sofá que ocupaba José. Se inclinó y tomó una de las cervezas que había subido el Halcón. Se encontraba tan o más nerviosa que cuando se quedó sola. Presentía un gran peligro acercándose. Pensaba que si encendía la televisión se iba a enterar, pero hace rato que la prendió vio unas imágenes del aparatoso accidente del bus número 57 que se les achacaba a ellos, y no quería arriesgarse a ver de nuevo esa imagen. «Ese contenido debería ser censurado», pensó de manera absurda.

El Sapo disfrutaba con el miedo y el dolor ajeno, pero el suyo propio le parecía despreciable. «¿Cómo puedo detestar algo que amo?», le parecía una paradoja. Lo cierto era que le gustaba causar dolor y miedo, pero en cuanto a él, ya había tenido suficiente con su infancia.

No quería sentir miedo, el dolor era más soportable que el miedo. No obstante, allí estaba ese sentimiento malsano, pegado a su ser con una lapa. «¿A qué se debe ese miedo? ―se preguntó―. Ya veo, a que alguien nos está incriminando y quieren que nos maten. Pero ya le daré yo su merecido al que está haciendo esto o al que intente hacerme algo». Empezó a imaginar el terror y el dolor que causaría a aquél que intentara ponerle una mano encima y sonrió por lo bajo. Pensar en cosas hermosas le ayudó a tranquilizarse un poco. Solo un poco.  

El más inquieto de todos era Jaime, si bien no lo demostraba externamente. Estaba recostado en una mesa, al lado de la sala. No se movía, no retorcía las manos una con otra, no iba de un lado a otro de la habitación, no decía nada. La agitación era interna, un torbellino de emociones y pensamientos, pero, sobre todo, preocupación por Jennifer, esa chica dura y fría que había bajado sus defensas con él.

Aún no entendía bien cómo fue que terminaron juntos. Él no había sido especialmente cariñoso con ella, o no empezó a serlo hasta que se dio cuenta de que se había enamorado de Bellarosa. Al principio la trató como a un miembro más de la banda, y ella a él lo había tratado con desdén, peor aún, con indiferencia. Sin embargo, estaba juntos, y deseaba estar a su lado mucho tiempo más. Su ausencia lo ponía nervioso. Tenía miedo de que algo le ocurriera a la joven.

Le volvió a marcar. Jennifer respondió al segundo timbre.

―Llevamos ratos esperando, ¿por qué no vienes?

―Me duele la pierna lastimada y me cuesta caminar. También había perdido las llaves, pero ya aparecieron. 

―¿Entonces ya vienes?

―En cuanto consiga llegar al coche.

―Sabes qué, quédate allí, nosotros pasamos a recogerte, esta espera nos está matando. ―Jennifer no puso objeciones. Después, volviéndose a los otros―: Pasaremos recogiendo a Jennifer. Vamos, al auto.

El Sapo subió al Corolla con José y Amanda haría lo propio en el Ford de Jaime. Ninguno llevaba más que un arma de fuego de calibre corto. El objetivo era largarse de Aguasnieblas, sin que nadie los viera de ser posible, no llegar a una balacera con nadie. El resto de armas, vehículos y equipo se quedaba en la Guarida, con la esperanza de poder recuperarlo después. Si bien ninguno habría apostado por ello. La premonición de que nunca volverían a ver la Guarida era compartida por todos.

La More abrió el portón y ambos coches salieron a la calle. Lo cerró con llave y al darse la vuelta, en la dirección que veían los coches, vio a un numeroso grupo de gente a dos manzanas. Se quedó helada y el miedo alcanzó un grado hasta entonces desconocido por ella.

 «¡Vienen por nosotros! ―pensó horrorizada―. Ese maldito hombre que golpeaba la llanta nos reconoció. Y si lo hizo fue porque antes había reconocido el auto de Ojosrojos. Y ahora viene con una turba. ¡Tenemos que huir!»

―Rápido ―gritó a los conductores―, den la vuelta y huyamos en la dirección contraria.

―Están a casi dos cuadras ―observó José―. Con que doblemos en la siguiente esquina será suficiente.

Amanda no podía argumentar nada ante esa lógica. En los autos llegarían en cinco segundos a la siguiente esquina, doblarían a cualquiera de los lados, recogerían a Jennifer y se largarían del maldito Aguasnieblas para siempre. Entonces, ¿por qué temía que era una mala idea?




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