La voz

58

Kimberly y Katherine aparcaron enfrente de la casa de Bellarosa minutos después de dejar la comisaría. En su camino encontraron un reguero pequeño pero constantes de personas. No hubo necesidad de preguntar para saber adónde se dirigían.

Al momento de aparcar, el día que había sido soleado empezó a encapotarse, a tornarse gris. Las nubes, venidas del este, cubrían en el horizonte. Nubes no, era solo una. Lo más atemorizador era que no presagiaba lluvia, sino algo peor.

Bajaron de la motoneta con la mente y el corazón desosegado. Al momento de hacerlo el ruido del cristal al romperse llamó su atención. Vieron a seis personas, tres mujeres, dos hombres y un muchacho, observándolas boquiabiertas. La más joven de todas aún tenía las manos en posición de sostener la jarra que había caído. Las miraban como si fueran la rareza de algún zoológico. Las chicas rebulleron inquietas.  

Kimberly dirigió una mirada interrogativa a Katherine. La otra se encogió de hombros de manera apenas perceptible.

―¿Aún está aquí? ―preguntó, fijando su atención en la casa más grande y cuidada.

―Ahí está su auto ―señaló Kim.

Con ello pretendía afirmar que Jennifer estaba en casa. Nunca había visto a su prima fuera de casa sin que llevara el auto. Kimberly no lo sabía, pero Jennifer nunca salía a pie ni había adquirido motoneta alguna porque se sentía ultrajada cuando los hombres la miraban con lascivia. Los fantasmas de su pasado la hacían su presa cada vez que ocurría tal cosa.

Se proponían investigar si la puerta de la verja estaba abierta cuando Jennifer salió de la casa. Llevaba puesto un recatado vestido rosa cuyo vuelo llegaba a la rodilla, ceñido con un cinturón que hacía juego con su melena. En el tobillo izquierdo se había puesto una venda y cojeaba de manera marcada. Su lustrosa cabellera color caoba osciló y cayó en la parte delantera de sus hombros cuando se detuvo de súbito.

Lo último que Jennifer esperaba encontrar frente a su casa era a dos anclas, menos que una de ellas fuera su prima. Las chiquillas la sorprendieron, pero las que la asustaron fueron las otras seis personas en la casa de enfrente. «La familia de Fernando Recinos». No la miraban de forma acusadora, como si supieran que ella era el verdugo de su hijo y sobrino, pero sí con suspicacia.

«¿Qué hago?», se preguntó. Por un minuto aparentó una tranquilidad parsimoniosa. «No lo saben ―se dijo, pensando tanto en las anclas como en las personas del otro lado de la calle―. No debo actuar como si fuera culpable de algo».

Sacó la maleta que todavía estaba al otro lado del vano y la puso a un lado de la puerta, en el corredor. Luego cerró la casa con llave. Su intención había sido sentarse al corredor y esperar al resto de la banda. No tenía por qué variar de plan. Tomó asiento en una silla junto a la maleta. El tobillo le dolía bárbaro.

Las chicas estaban abriendo la verja. «¿Qué querrán estas mocosas?»

Al otro lado de la calle, Frank, el padre del muchacho borracho, encabezaba a la familia en un silencioso desfile hacia la calle. Todos iban muy callados y serios, no decían ni hacían ningún aspaviento. Eso asustaba a Jennifer. ¡Y la miraban! «¡No pueden saber qué fui yo! ¡No pueden! ¡Y esos ojos! ¡Parecen poseídos!». Empezaba a asustarse. Toqueteó con nerviosismo las llaves, la del auto más que las otras.

―Tienes que irte.

Se había olvidado de las chicas. Desvió la atención de la familia Recinos y la centró en el par de anclas.

―¡Tienes que irte! ―repitió Kimberly―. Tienes que irte o él hará que te maten junto a los demás.

―¿De qué hablas?

―Kimberly tiene razón ―añadió Katherine―. Tienes que irte de Aguasnieblas o Elliam los atrapará y los matará. Los estuvo usando…

―¿Elliam? ―el nombre había conseguido que se pusiera de pie de un salto. Hizo un rictus por el dolor―. ¿Se refieren al Antiguo? ¿Cómo saben de él?

―Lo sabemos todo ―continuó Kimberly― o casi todo. Sabemos todo lo que sucedió y lo que pasará si logra que los maten a los cinco juntos.

―¿A los cinco? ¿Se refieren a los Cazadores? ¿Qué pasará si nos atrapan a todos? ―¿Desde cuándo era tan lerda que solo respondía con preguntas?

El sonido de una verja al abrirse los hizo volver la vista a la calle. Jennifer comprendió cuán grande la había cagado. «¡Dios mío, acabo de confesar que pertenezco a los Cazadores! Si en esas miradas había sospecha, ahora se los he confirmado.»

Lo que más la hizo entrar en pánico no fue el haberse descubierto como miembro de los Cazadores. No. Fue un trozo de tela azul que, traidor, se desprendió de una de las púas de la cerca y flotó, parsimonioso y acusador, hasta detenerse a los pies de la familia. No había necesidad de oír las palabras que la condenaban. Aun así, las escuchó.

―Mira, Emma ―dijo su hermano―. ¿Lo reconoces?

La mujer asintió con brío, con fiereza.

―Era de la camisa de mi Fer…

―¡Vete! ―gritó Kimberly.

El grito logró arrancar a Jennifer del estupor en el que se había sumido. Tenía la llave entre los dedos. Corrió sin importar el dolor de su tobillo, olvidándose de su maleta. Kimberly y Katherine, al ver lo que Bellarosa pretendía, corrieron a abrir el portón (que no era la verja individual por la que ellos entraron) para que tuviera libre acceso a la calle.




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