La voz

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«¡Los van a quemar!», pensó Cristian, y muy a su pesar, sonrió.

Vio que Luis observaba serio el centro de la intersección, donde los gritos de “¡QUE ARDAN!” habían cesado, reemplazados por el ir y venir de la gente en busca de madera para la pira.

«Parecen hormigas yendo de un lado a otro.»

A un lado de Decimosexta, a orilla de la calle, había un volcán de piedra y otro de arena. Milagrosamente nadie se había subido a la cima del primero cuando Cristian y Luis lo divisaron. Después se les unió Katherine y Kimberly, que miraban con los ojos abiertos, entre asustadas y compungidas, lo que ocurría al frente, unos setenta metros más allá.

Apagó la sonrisa, pues entendió que no tenía que sonreír por la atrocidad que estaban a punto de cometer las buenas gentes de Aguasnieblas, aún si se trataba de los Cazadores.

¡Pero es que era el fin!

No celebraba el fin de los Cazadores, a los que había dejado de odiar al comprender que eran tan víctimas de un ser superior y maquiavélico como ellos mismos. Era el fin del desalmado y, por ende, la salvación de los Elegidos, de Aguasnieblas, del mundo, lo que lo hacía sonreír.

A pesar de lo que estaba a punto de ocurrir, había motivos para estar contento.

Comprendía, por la última palabra que dijo el abnegado, que el fuego era una de las pocas posibilidades que existían para que, aun muriendo todos juntos, Elliam no pudiera hacer uso de los cuerpos de los sacrificios. Y tenía lógica ¿cierto? La Voz requería de la carne y los huesos de las ofrendas, y si estos eran reducidos a cenizas…

Entonces, ¿por qué de pronto empezaba a sentirse inquieto? Esta inquietud desarmó su confianza de que era el fin de Elliam. Y eso vino después de que una pregunta surgiera en su mente: «Si a Elliam no le sirve ¿por qué lo permite?»

Mientras, la gente era un torbellino de colaboración para que la hoguera estuviera dispuesta en un tiempo récord. Corrían desde todos lados con cualquier cosa que pudiera prender: leña, tablas, patas viejas de alguna silla o mesa, sillas enteras, bancos, vigas y postes y lo que parecía ser un ropero nuevo que alguien había destrozado con prisas. Y, por último, un poste de unos cinco metros de largo por treinta centímetros de grosor.

Cuando el poste llegó a la esquina, otro grupo ya había abierto un agujero al lado del concreto en el que lo sembraron. A continuación, empezaron a amontonar la madera conseguida.

Había silencio, se dio cuenta Cristian, si bien no era un silencio como el de las ocasiones anteriores, en el que incluso podías oír el corazón de tu vecino. En esta ocasión la gente cuchicheaba excitada y algunos arrastraban la madera en el suelo produciendo un sonido chirriante, pero ya no era aquella algarabía que condenó a los Cazadores a la hoguera.

Le pareció que ya no todos estaban tan seguros de querer quemar a los delincuentes.

Eso le devolvió cierta confianza. Pues le pareció que era la Voz tratando de revertir la situación. Ya los abnegados le habían dicho que Elliam era apenas la sombra de lo que había sido. De modo que no le pareció improbable que estuviera agotado, ya sin fuerzas, capaz de conducir toda aquella locura hasta el crucial punto en el que la gente quisiera ajusticiar con mano propia a los Cazadores, pero sin controlar el tipo de muerte que estos elegirían.

Y la civilizada gente de Aguasnieblas había escogido la más primitiva de las condenas posibles. 

«Seguro esperaba que murieran fusilados o quizá apedreados, ahorcados incluso. Esto de la hoguera lo ha tomado por sorpresa e intenta revertir la situación, pero ya no cuenta con fuerzas». Le parecía una suposición muy acertada, aunque no tanto para sentirse seguro.

Mientras la hoguera tomaba forma con cada segundo que pasaba, notó que otra patrulla había llegado como refuerzo con media docena de policías. Cristian bajó del montículo de piedrín y fue con el jefe Henrich. Ante la inseguridad de si lo que estaba a punto de ocurrir era plan de Elliam o no, le pareció que el hecho de que la policía interviniera era mejor a la incertidumbre.

―¿Piensa detenerlos? ―preguntó, interrumpiendo la conversación de Henrich con  los recién llegados. Estos lo miraron ceñudos y uno iba reprenderlo, pero el jefe hizo un gesto tranquilizador con las manos.

―Solo si llega el ejército a tiempo ―respondió.

―¿El ejército?

―Llamé a Efraín Montiel, el coronel de la Brigada Subín, hace minutos pidiendo apoyo —informó—. Pero aún podrían tardar entre diez y quince minutos en venir con un pelotón lo suficientemente grande como para disuadir a los civiles de cualquier respuesta violenta.

―Pero ellos están armados ―insistió Cris, señalando a los seis recién llegados, que iban armados con pistolas cortas enfundadas a la cadera izquierda y carabinas prestas en las manos― y la gente ya no está enfervorecida, si intervienen ahora…

―No arriesgaré a mi gente para salvar a unos delincuentes ―atajó Henrich con dureza. Cristian tuvo la impresión de que estuvo a punto lanzar un escupitajo.

El jefe le dio la espalda y continuó hablando a los recién llegados. Momentos después, los seis agentes sacaron las armas de las fundas y las entregaron a los desarmados.




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