El portón estaba cerrado, no obstante, era de barrotes espaciados, y las puertas dobles de la iglesia quedaban en línea con el portón. De manera que para proveerse de luz abrió las puertas de par en par y acercó la moto hasta el portón, la encendió, y puso las luces altas.
Una vez tuvo la moto en posición, recuperó el pico y la pala que había traído de casa de Kate y saltó de nuevo la cerca.
Al entrar a la nave, esculturas de tamaño natural de varios Santos lo miraron desde sus nichos. La presencia de esas esculturas, principalmente la de Jesucristo en la pared del fondo, imponían. Por momentos se sintió un profanador, y le pareció que esos rostros graves y velados por las sombras lo miraban con reprobación. Aparto esos pensamientos de inmediato; sabía que lo que hacía era necesario.
La nave era grande, casi inmensa. Había cuatro hileras de bancas de madera y daba la sensación de que cabrían una o dos más, con lo que los pasillos también eran anchos. La escasa luz que llegaba a los costados reveló que había velas a los pies de las esculturas, que en esos momentos estaban apagadas. Encenderlas le tomaría tiempo, así que rechazo la maniobra tan pronto se le ocurrió.
Solo había una cosa a la que deseaba prender fuego.
Si tuviera que escarbar en toda la nave, bien podría dar por fracasada la misión, comprendió, a menos que contara con unos cien pares más de brazos, lo cual no era el caso, evidentemente. Únicamente contaba con los suyos. De todas maneras, estaba convencido de que cuando pisara el sitio correcto sentiría las anclas. Solo tenía que recorrer la nave, de ida y vuelta, hasta ir de un extremo al otro. Pero, ¿por dónde empezar? ¿Cuánto tiempo podría llevarle recorrer la nave y cuánto más excavar y recuperar las anclas? ¿De cuánto tiempo disponía realmente?
La respuesta la obtuvo en esos momentos, en forma de un golpe, que repercutió tanto en el pecho como en la cabeza, que lo hizo tambalear. Sintió como si de pronto hubiese perdido una parte importante de él. Lo embargó una sensación de pérdida y desolación sobrecogedora.
«¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¿Qué fue eso?»
Entonces sintió el palpitar de Elliam, más fuerte que nunca, como el retumbo de un tambor, y supo que uno de los Elegidos había muerto. La sensación de pérdida y desolación se intensificó y las primeras lágrimas asomaron en sus ojos.
«¿Quién?»
Y de pronto solo quería llorar, retorcerse y golpear el piso con los puños y la cabeza, impotente.
Sin embargo, no había tiempo para llorar al que se fue. Es más, sabía que ahora tenía mucho menos tiempo que antes. Uno de los Elegidos muerto, Elliam más poderoso. El resumen era sencillo: peligro inminente.
¡A darse prisa entonces!
Pero, ¿por dónde empezar?
«Fue un ritual. ¿Qué hacen en los rituales? —se preguntó—. ¿Bailan, copulan, salmodian? Lo de salmodiar creo que sí. Necesitarían espacio. Lo hicieron en una de las zonas centrales de la iglesia». Con esa conclusión llegó al pasillo central, donde la luz de los faros de la motocicleta era más nítida y daba de frente contra el cristo crucificado de la pared del fondo.
Empezó a andar.
Apenas había dado cinco pasos cuando sintió que el pálpito más fuerte se movía a gran velocidad. Se aterró, por supuesto, más no le sorprendió. Así como él sentía a Elliam y a los otros Elegidos, el desalmado los sentía a ellos, puede que con más claridad. Era cuestión de tiempo para que cayera en la cuenta de que alguien buscaba aquello que podía destruirlo. Lo que no esperaba era que se moviera a aquella velocidad. Había contado con que cuando se diera cuenta estaría tan ocupado, tan lejos o tan débil que apenas podría hacer nada.
Pero no era así, y ahora venía a por él. Miró la moto encendida y escuchó el ronroneo suave del motor, casi le pareció que lo llamaba. Podía escapar con ella antes de que Elliam llegara, en cambio, si se quedaba…
Agitó la cabeza con brío y apartó ese pensamiento desleal. Uno de ellos había muerto porque él les propuso quedarse. Lo único que podía hacer ahora era honrar su memoria haciendo aquello para lo que estaba allí.
Siguió andando, intentado aplacar su corazón asustado.
Se consolaba pensando que ya había comunicado al resto de Elegidos que las anclas estaban enterradas en la parroquia. Y ellos se encargarían de esparcir la información en toda Aguasnieblas y el mundo entero. Así, aunque Elliam lo matara y se hiciera más poderoso, en cuanto se alejara de allí, la gente caería sobre la iglesia para cavar hasta sus cimientos, encontrar aquello que lo anclaba a este mundo y destruirlo. Elliam no ganaría, nunca.
Con todo, la perspectiva de morir y formar parte de un ser malvado y vengativo no era nada tentadora.
De pronto se detuvo, a medio camino entre la puerta y el púlpito. No sentía un leve palpitar, porque las anclas no estaban vivas, pero sentía el poder emanar de abajo, como sentiría el hedor de un cadáver medio-enterrado.
Observó el piso de baldosas. Estas iban sobre una capa de cemento, que recubría un alto relleno de piedra. Absurdamente se preguntó cómo habían hecho Los Cazadores para entrar por la noche, romper diez, quince o veinte centímetros de concreto, llevar a cabo un ritual (incompleto), enterrar los objetos del ritual, poner cemento, baldosas parecidas (porque no tenía dudas de que las primeras fueron rotas) y dejar todo tal cual estaba la tarde anterior, todo ello sin despertar a los residentes de la parroquia ni a los vecinos.