En las afueras de Turízia, extendiéndose como un manto verde y antiguo, yacía el Bosque Susurro. No era simplemente un conjunto de árboles y vegetación; era una entidad viva, palpitante con magia y misterio.
Al adentrarse en él, lo primero que se podía sentir era la sinfonía de susurros que le daba su nombre. No eran simplemente el sonido del viento entre las hojas o el crujir de las ramas. Eran voces, antiguas y sabias, que contaban historias de tiempos olvidados, de amores perdidos y batallas libradas. Si uno se detenía lo suficiente y escuchaba con atención, podría incluso percibir consejos y advertencias entre esos susurros etéreos.
El bosque era denso, con árboles altos cuyas copas se entrelazaban formando un dosel que apenas permitía que los rayos del sol se filtraran. Estos rayos, al encontrar su camino a través de las hojas, creaban patrones de luz y sombra que danzaban sobre el suelo cubierto de musgo y flores silvestres.
El aire en el Bosque Susurro tenía un aroma distintivo: una mezcla de tierra húmeda, flores nocturnas y el dulce olor del pino. Y en cada inhalación, se podía sentir la magia impregnada en ese aire, una sensación de calma y pertenencia.
Criaturas de todo tipo habitaban ese bosque encantado. Desde pequeñas luciérnagas que iluminaban el camino con sus destellos azulados, hasta majestuosos ciervos con astas que parecían hechas de cristales. Sin embargo, dichas criaturas no eran meros animales. Poseían una inteligencia y consciencia que superaba a la de cualquier ser común, y a menudo interactuaban con aquellos que se adentraban en el bosque, guiándolos o, en ocasiones, haciendo travesuras.
El corazón del Bosque Susurro, era el atrapante Lago del Canto, un espejo de agua cristalina que reflejaba las Lunas Gemelas cada noche. Se decía que aquel que cantara a la orilla del lago bajo la luz de las lunas podría invocar antiguos poderes y hallar en amor.
Cerca del lago cantaban los pájaros y se oía el sonido del agua. Pero ese día, el Bosque Susurro tenía una voz diferente, una que a menudo se adentraba en el a cantar.
Radina caminaba por su sendero favorito, un camino apenas marcado que serpenteaba entre árboles centenarios y flores luminiscentes. Llevaba un vestido sencillo, su cabello oscuro recogido en una trenza suelta, y en sus manos, una pequeña arpa dorada.
Se detuvo junto a un arroyo claro, el agua brillaba bajo la luz intensa y caliente del sol. Seguido de un suspiro suave, Radina comenzó a tocar el arpa. Las cuerdas vibraban con una melodía etérea, pero era su voz la que realmente traía la magia a la vida.
Ella cantó una canción antigua, una melodía pasada de generación en generación en su familia, que hablaba de amores perdidos y destinos encontrados bajo la luz de las lunas:
Bajo el manto de las lunas brillando,
En tiempos antiguos, dos almas bailando.
En el silencio del bosque suspiran,
Promesas de amores que nunca se olvidan.
Los vientos llevan susurros y risas,
De aquellos amantes y sus melodías.
Cada estrella cuenta historias pasadas,
De encuentros furtivos, de noches amadas.
Oh lunas gemelas, testigos del tiempo,
Guardad nuestros secretos, en vuestro silencio.
Por generaciones, esta melodía,
Un canto de amores, en la noche fría…
A medida que su voz se elevaba, todo en el bosque parecía detenerse para escuchar. Las flores se inclinaban hacia ella, los animales se acercaban sigilosamente, y el mismo arroyo parecía ralentizar su curso.
Sin embargo, lo que Radina no sabía era que no solo las criaturas del bosque estaban escuchando. Oculto entre los árboles, un par de ojos azules la observaban con asombro e intriga. Era un joven, su postura erguida y su vestimenta indicaban un linaje noble. Se encontró tan cautivado por la melodía que apenas se daba cuenta de que su caballo se había apartado y masticaba tranquilamente unas hierbas cercanas.
…Cuando el alba rompe el encanto,
Las almas se ocultan, pero no su canto.
Pues esta melodía, de mi corazón brota,
Una canción antigua, que el viento remonta.
Oh lunas gemelas, en el cielo colgando,
Reflejad en vuestras caras, el amor cantando.
Por generaciones, vuestra luz ha guiado,
A corazones perdidos, que al final se han hallado.
La canción llegó a su fin, y con un último acorde, el bosque volvió a su ritmo habitual. Radina suspiró, una mezcla de alegría y melancolía se mezclaban en su ser, sin tener idea de que ese simple acto de cantar en el bosque cambiaría el destino de Turízia para siempre.
Radina guardó su arpa en una funda de terciopelo y se inclinó para recoger unas flores silvestres que brillaban débilmente. Planeaba hacer una linda corona y dejarla en el pequeño altar que había construido en memoria de su madre, cerca de su cabaña. Su madre le había enseñado todo sobre el canto y la magia que llevaba su voz, ella la extrañaba bastante sobre todo en esos días en que el aire llevaba un suave perfume de alerum, una flor que su mamá solía recoger para su casa.
Mientras trenzaba las flores, escuchaba el crujido de unas hojas. El Bosque Susurro rara vez recibía visitantes, porque las personas le temían, por lo que aquel sonido le provocó cierta alarma. Se puso de pie con urgencia, con postura de alerta.