"Give me a piece of your heart, of your heart.
Give me a piece of your hands as we go".
Souless creatures by
AURORA.
Bajando por la colina de dhalias negras, corriendo como alma llevada por el diablo. Euphorya, viendo hacia todas partes; los ojos encharcados de lágrimas frías y saladas, el rostro enmarcado en una expresión de pánico insondable, el cuerpo rasgado como un lienzo dejado a los gatos salvajes del bosque en media noche. A lo lejos, a la luz de la triste luna cenicienta; bailan en las nubes un centenar de aves brillantes, que Euphorya les daba el eufemismo de Pájaros Celénicos. Cuando en realidad todos sabían que no eran sino unos espectros: maliciosos entes que cruzaban a este plano existencial a través del fluido-portal en medio del claro. Pero, en su inocencia, Euphorya jamás se atrevía a pensar lo peor de las cosas. Por ello era conocido como El Amante de Estrellas y Sombras, en todas partes a donde su buen nombre llegaba.
Mucho tiempo antes de bajar corriendo despavorido aquella noche: Euphorya se encontraba nadando en el lago cálido y pequeño que había cerca de la montaña; donde las hadas hacían castillitos de arena, y los kelpies aun eran buenos y no ahogaban a nadie en las profundidades. Como podía tomar cualquier forma que deseáse con solo pensarlo; estaba bajo la superficie, en la apariencia de un espléndido tritón brillantino. Euphorya coqueteaba con una sirena esplendorosa, cuando a lo lejos le llegó un peculiar sonido; como el canto que hace el viento en las noches frías, aún debajo del agua. Pero era un tanto distinto a todos aquellos otros cantos que había escuchado antes. Y, disculpándose con la bellísima sirena, salió a prisa del agua fresca.
En el viento fresco de la tarde la voz trémula se percibía mucho mejor y, en vez de un susurro lejano, lo oía como un claro clamor. Asumiendo una forma semejante a un arcángel, volaba hacia el cantar aquel. Por allá, entre los pinos gigantes y simétricos cipreses, parecía llamarlo una voz prístina. No sabía el porqué parecía hipnotizarlo, pero iba tras el canto.
Bajo sus alas, Euphorya sentía el agradable viento del crepúsculo que acababa de iniciar su espectáculo de óleos, como para impresionarlo. Al pasar volando los seres que lo veían admiraban su belleza como quien ve por primera vez una puesta de sol. Su cabello; bañado en oro, danzando en la brisa, con una diadema de hojas de arce y roble. Su cuerpo juvenil y fuerte, flexionándose con el potente vaivén de sus inmensas alas angelicales. A su paso siempre saludaba por cuanto lo viese alguien; con una esplendida sonrisa. Pero hoy había algo que le llamaba la atención: y venía de entre los árboles lejanos. Por lo tanto, nada había en el suelo que le importara más que esa singular voz.
Y, al llegar por fin, vio bajo un enorme pino ensombrecido por la noche; que caía ya en la arboleda, un hermoso muchacho, vestido de satín blanco, con el negro cabello como una flor de pétalos preciados y desordenados. Cantaba como el susurro de las nubes imperceptibles. Más hermosos eran sus cantos que los sonidos producidos por la brisa en los acantilados del lejano Norte, más aún que el cantar en coro de todos y cada uno de los pájaros de trinar de oro. Euphorya, quién había sentido el nacimiento del deseo por seres de toda clase; desde dríadas y ninfas, hasta de ogros y elfos, sin distinguir los había aprendido a besar y disfrutar. Descubierto el candor de la pasión naciente y roja como las rosas matizadas. Epicúreos sentires que habitaban su alma. Y ahora, sin notarlo, en su corazón camaleónico había ocurrido una supernova diamantina. Llena de brillos incontables; como el polvo del hada más resplandeciente del Cosmos.
Y sin saberlo, se estaba hundiendo en segundos en las llamaradas eternas del inmortal aquel, que devora y disuelve y absorbe, ese que llaman Amor.
Euphorya trataba de decirse que no podía dejarse vencer tan rápidamente por una cara bonita, pero no podía pensar con tranquilidad, o normalidad; pues se hallaba lejos del plano terrenal, y aquí en el mundo se hallaba un despojo de lo que él era, apenas un dejo de su ser. Pues la gran mayoría se encontraba a muchos años luz, preguntándose a qué sabrían los labios de aquel desconocido, cómo sería el calor de su piel candida, qué se sentiría el acariciar los oscuros cabellos.
Al ver los insondables ojos, como un par de lapis lazuli, del desconocido, Euphorya volvió en sí, para volver a irse, ahogándose en las inmensas aguas de aquellas puertas abiertas. Y nadaba en su alma; como el agua de un manantial purificado.
Al ver que Euphorya no hablaba: sino que simplemente lo observaba con atención, sonriendo apenas, y casi sin parpadear, el desconocido cesó su bello canto y habló, con una voz como agua de un riachuelo en la mañana tibia:
-Hola, buen señor, ¿quién es usted? Perdone si mi canto lo ha incomodado... no era mi intención.
Euphorya, como si se hubiese dado cuenta apenas que aquel joven era real, y no una manifestación angelical, decidió acercarse y hablar.
—Jamás pienses que tu canto es motivo de incomodidad, pues me has hecho dudar de la belleza de las canciones de las sirenas del mar lejano, esas que hechizan con su voz a los navegantes más bravos —decía Euphorya, conmovido por la humildad del muchacho.
—Veo que sois de buen corazón y bellas palabras, señor mío. Permítame decirle quién soy: allá en mi tierra me llamaban Euran, pero fui expulsado... por cuestiones que me parecen injustas. Pero dígame, buen señor, cómo llamarlo a usted debidamente —dijo el muchacho.
—Por éstas tierras y otras más lejanas me dicen Euphorya, pero tú; hermoso Euran, eres libre de llamarme cómo plazcas —dijo Euphorya.
—Ese nombre me parece hermoso, mi buen se... —a mitad de oración se detuvo, como preguntándose la forma ideal de llamar a su nuevo amigo— digo, Euphorya.