Caminando por los tejados,
Hablando del tiempo.
Con nuestros ojos resplandeciendo,
como las luces de la ciudad.
Ella está de pie en la cornisa,
Dice:
“Se ve tan alto sabes... es un largo camino hacia abajo.
Se siente como un largo camino hacia abajo.
(...) Oh cariño, no me dejes, no me dejes, cariño.
Long way down ~ Tom Odell
Ella caminó, mirando al cielo, casi tropezando al avanzar. Caminaba sin pensar, o más bien, caminaba para no pensar. Pero era imposible. Solo podía pensar cada vez con mayor intensidad, y mientras creía que se alejaba de las sombras, solo se sentía peor y peor.
En su mente se sucedían imágenes, voces, sentidos y demás, que rasgaban y rompían y lastimaban.
Un yunque se levantaba y volvía a caer en su pecho, no cesaba, ella estaba cansada de ello. Le dolía. La ponía enferma, mareada y con dolor de cabeza.
Caminó todo el trayecto a casa. El aire estaba frío, y la noche no tenía estrellas debido a la luz de la ciudad. Trató de distinguir alguna, pero fue imposible; solo la luna brillaba. El viento se levantaba de pronto y le sacudía el cabello negro, ondeando como un torbellino, una nube de tormenta.
Los ojos de ella eran hermosos cuando no estaban enrojecidos ( ya no sabía si era por causa de las drogas o del llanto), reflejando la luz como un topacio pulido y perfeccionado.
Aunque tenía puesta una chaqueta gruesa, sentía frío, una brisa helada que le calaba los huesos y le congelaba el alma. Pero no le importaba, ella pensaba que merecía ese frío, que tenía que congelarse hasta morir hecha un carámbano.
Así dejaría de latir su corazón. Así dejaría de llorar. Así no habría más dolor.
Mientras caminaba, ella trataba de no llorar, y lo lograba un buen trecho del camino: miraba al cielo, a los faroles, y entonces se dejaba llevar, sentía el pecho temblar sin control; las lágrimas se caían como granos de arena en un reloj. Luego veía a alguien en el camino y dejaba de llorar, desviaba la mirada con rapidez y fingía normalidad.
Al llegar a su casa llamó en voz alta, pero nadie respondió.
—«Perfecto» —pensó.
Se sacó la chaqueta y se quedó en una suave camiseta amarilla (cuánto gusto le había dado el color amarillo, había escuchado que el amarillo era el color de la felicidad... Así que se la ponía para tal vez así tenerla). Luego fue a su habitación, allí había un librero de madera muy lindo pintado de rosa. Dentro de uno de los libros, un tomo grueso de temática científica; había una carta escrita hacía unas semanas. Allí explicaba que ya no quería seguir caminando, que ya no quería sentir el peso del yunque que caía y se levantaba y volvía a caer y así. Que amaba a todos, pero suponía que no lo suficiente para continuar.
La depositó en su cama junto a una flor pequeña de color violeta que había tomado en el camino, estaba magullada... era su última flor.
De su bolsillo sacó una navaja de afeitar recién comprada hacía unas horas. Luego entró al baño.
Se enojaba porque no paraba de llorar, y tenía miedo y nervios, las lágrimas no la dejaban ver hacia donde iba; así que tropezaba con todo a su paso en el trayecto al baño.
Se sentó en una esquina de la ducha, muy encogida, para que el mundo no viese lo que iba a hacer. Ella sabía que la vida era un regalo... Pero a ella no le gustaba su regalo, por más que quisiera que le gustara.
Entonces miró la navaja, estaba tan fría y sin vida. Era pequeña. ¿Cómo era posible que algo tan pequeño y en apariencia inocuo, pudiese causar muerte? Afeitar. Dar forma a la barba de algún sujeto. Cortar venas. Tantas utilidades en un solo objeto.
Se apartó el cabello, mojado por sus lágrimas, del rostro; respiró profundo, miró al techo y lloró mucho más... Fuerte, como una niña despojada de algo muy valioso. Alguien había muerto dentro de ella. Ahora debía morir fuera también.
Pero aún así no podía evitar sentirse triste... Por los que dejaría padeciendo el dolor de la perdida. Ella no deseaba eso... Más sin embargo se dio cuenta que no le importaba, ya no.
Entonces apoyó la hoja plateada contra su piel en la muñeca. Un poco de sangre comenzaba a brotar. Era como lágrimas salir de ojos cerrados, gotas carmesí.
Descubrió que ya no lloraba y eso la asustó. Le aterraba saber que ya no sentía miedo de morir. Se encontró con que quería hacerlo, de verdad quería. Ya el mundo estaba muy lejos de ella, aquello que la mantenía fija a la tierra... Simplemente se hallaba en otro lugar lejos del planeta de los vivos.
Entonces se sintió desvanecerse, un mareo que la hizo temblar y mecerse. Vio borroso. Sintió náuseas. Escalofríos. De todo... Y luego nada.
Acto seguido oyó una voz... La voz de un hombre.
—Elisa, Elisa, Elisa, cariño... ¿Qué haces? —preguntó la voz masculina.
Ella se sobresaltó y dejó caer la navaja.
A su lado, como si siempre hubiese estado allí, había un jóven de su edad: de unos veintidós años, o tal vez veinticinco. No supo decirlo. Su piel era blanca, de cabello ondulado y un poco largo, ojos marrones... Nada especial, nada fuera de lo común. Era atractivo... Y se parecía a alguien que ella conocía, alguien cuyo aspecto no recordaba de repente.
Iba vestido con un suéter negro y pantalones de mezclilla azules, calzando zapatos grises. Elisa le gustaba mucho cómo vestía y cómo se veía, creía recordar que conocía a una persona que se vestía de esa manera... Pero no podía acordarse de quién.
Ella tenía miedo, pues no sabía qué estaba pasando... Así que no dijo nada. Solo se quedó allí mirándolo.
—¿No dirás nada, cariño? —preguntó la figura, con mucho amor en la voz, lo que la hizo estremecerse.