Landeron I: la hija del oráculo

5. Aunque seamos diferentes

Las llamas se alzaron un metro por encima de sus cabezas cuando Ral–Edir añadió un nuevo tronco a la hoguera, haciendo que esta iluminase el terraplén con una luz anaranjada y fantasmal. Gaderion, por su parte, se tapó un segundo el rostro con la mano, abrumado por la súbita claridad, y después parpadeó para que sus ojos se hicieran de nuevo a la suave penumbra que los rodeaba, recuperando en un segundo la posición que llevaba manteniendo más de media hora: sentado sobre un tronco viejo, con las rodillas separadas y los brazos apoyados encima, contemplando la hoguera.

Su compañero se retiró entonces hacia un rincón, donde se agachó para acariciar una forma peluda que ladró, anhelante, en cuanto la mano de su dueño se retiró. Ral–Edir se giró entonces para sentarse en otro tocón cercano, y se recostó en la pared del almacén que los ocultaba del resto de la ciudad. No es que estuviesen haciendo nada ilegal, pero preferían que nadie tuviese que reparar en ellos. Los elfos no aprobaban ninguna de sus conductas, aunque solo fuese por sus respectivas razas, y los dos chicos no querían darles motivos para reprenderlos.

El lobo tendido al lado del segundo muchacho alzó la cabeza en ese instante, meneando la cola, y apuntó con el morro a algún punto por detrás de su espalda. Ral–Edir rezongó por lo bajo y se incorporó, echando por costumbre la mano a la empuñadura de su espada, que siempre llevaba consigo, pero se relajó en cuanto su fiel compañero emitió un ladrido corto de bienvenida. Unos segundos después, tres siluetas femeninas se perfilaron en el límite del círculo de luz que proyectaba la hoguera. Ral–Edir sonrió sin poder evitarlo en dirección a una de ellas, la rubia y más alta, vestida con una falta corta de ante y una blusa de algodón; Veria, al sentir sus ojos verdegrises posados en ella, enrojeció ligeramente, pero correspondió a su gesto y se encaminó en su dirección.

Madia y Aldin, por su parte, se dirigieron hacia la pequeña hoguera y se sentaron en el suelo junto a la misma. Gaderion lo había observado todo desde su posición, sin decir ni esta boca es mía.

–Hola, Gad –lo saludó Madia con desenvoltura, a la vez que se apartaba de la cara unos cuantos mechones rebeldes de su abundante melena castaña–. ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Gaderion, por su parte, se limitó a mostrar media sonrisa que podía significar desde ironía hasta bienvenida.

–Tú siempre tan graciosa, Madia –repuso en voz baja y tono monocorde–. Yo prefiero el silencio, si me lo permites.

–Pues esto no va a estar muy silencioso de aquí a un rato –replicó Madia sin poder contenerse.

Pero ante la mirada interrogante que le dirigió Aldin, se dio cuenta de que se había ido de la lengua. Gaderion, por su parte, puso los ojos en blanco. Ral–Edir y Veria estaban hablando con las cabezas muy juntas en el extremo opuesto del claro, por lo que no se enteraron de nada. "Por suerte para mí", pensó Madia. Sabía que si no fuese así, se hubiese llevado una regañina de su hermana por bocazas.

–¿Qué has querido decir? –insistió Aldin, haciéndola volver a la realidad.

Madia, pillada en falso, se retorció las manos, indecisa... En el preciso instante en que una voz femenina se alzaba por detrás de su espalda, evitándole tener que dar una incómoda explicación.

–¡Feliz cumpleaños, Aldin! –exclamó Alma, la hermana menor de Gaderion, mientras se adentraba en la zona iluminada sosteniendo dos cestos enormes entre las manos–. Madia –reprendió a la joven aelleris sin maldad–, casi me lo estropeas...

La interpelada inclinó la barbilla, colorada como la grana, y camufló el rostro entre sus rizos castaños. Veria y Ral–Edir se aproximaron en ese momento, atraídos por el barullo y el delicioso olor que salía de los dos cestos.

–¿Has traído lo que creo? –preguntó la aelleris mayor, con los ojos encendidos de emoción y gula mal disimulada–. ¿Quién lo ha hecho?

–Ella –repuso Gaderion, levantándose, a la vez que su hermana apartaba la vista con timidez–. No queríamos cargar a nuestra madre con esa responsabilidad y, después de todo, la fiesta era para Aldin.

–Qué menos –completó Alma, sin poder disimular una pizca de orgullo en su aguda voz– que ocuparme yo misma.

Aldin se incorporó, le quitó uno de los cestos con delicadeza y retiró la tapa, aspirando con deleite el delicioso aroma que salía de su interior.

–¡Asado! –exclamó, encantada–. Y además huele de maravilla. Alma, no tenías que haberte molestado... –la reprochó con dulzura.

Sin embargo, la maga le quitó importancia con un gesto de la mano antes de abrazarla con fuerza. Los otros cuatro, por su parte, se aproximaron a su vez para imitarla, fundiéndose todos ellos en una extraña amalgama de cuerpos en cuyo centro se encontraba una emocionada Aldin.

– Feliz cumpleaños –le deseó Ral–Edir.

– Felicidades, y que cumplas muchos más –corroboraron Veria y Madia.



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En el texto hay: adolescentes, misterio, viaje

Editado: 14.01.2023

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