Landeron Ii: los límites del mundo

La rueda del destino

Cuando Aldin volteó la última carta, un ligero rayo de sol que se adentraba desde el balcón refulgió sobre la misma, pero eso no mejoró su ánimo. «Debo de haberlo hecho mal», suspiró por enésima vez. Con hastío, recogió las cartas extendidas frente a ella y retornó la vista al libro donde se explicaban todos los métodos de adivinación mediante tarot; tratando de ver si, efectivamente, algo se le había pasado por alto. Pero no: tras quemarse las pestañas durante cinco largos minutos, tuvo que rendirse a la evidencia.

El presagio tenía que ser correcto.

Con un suspiro de agotamiento, la joven princesa parpadeó y se levantó del asiento, notando cómo todos sus músculos protestaban. No en vano, llevaba casi dos horas allí sentada. Para desentumecerse, la muchacha optó por pasear por la habitación sin poder dejar de maravillarse de cómo había cambiado en los últimos nueve meses.

Donde antes había muros desnudos, ahora se veían tapices, anaqueles de tallado exquisito poblados de libros y diferentes objetos; incluso algunos cuadros. Sin quererlo, Aldin se detuvo junto a uno que habían encontrado de casualidad en un sótano del castillo. Una pareja joven ricamente vestida, cuyas cabezas se encontraban ceñidas por sendas coronas de oro blanco y plata pulida entrelazados. Ella tenía el pelo castaño suelto sobre los hombros y los ojos de un azul grisáceo, mientras que él tenía el pelo negro como el ala de un cuervo y los ojos de un verde intenso.

La primera vez que Aldin se había cruzado con aquella pintura, había retrocedido, mareada. Sin quererlo, casi había notado el vínculo en el tiempo con aquellas dos figuras estáticas, silenciosas pero sonrientes.

Los últimos reyes de Mehyan. La única barrera que Thaeder había tenido que derribar para intentar llegar hasta ella.

La princesa bufó, disgustada. No era ningún secreto en Landeron que habían sido sus huestes las que habían arrasado la ciudad en su día y, tras el rapto de Xelanya por parte de los antiguos habitantes de la antaño orgullosa capital de Gadar, solo había que sumar dos y dos. Pero Aldin intuía que había algo más aparte de su profecía.

Porque, ¿cómo podía ser ella descendiente del mismísimo Aden, dios de los gadarath? Aunque no había encontrado nada en su día en la biblioteca de Mehyan, la llegada en los meses anteriores de nuevos gadarath a la ciudad, muchos procedentes de rincones remotos de Gadar y más animados por la esperanza de tener de nuevo una princesa en el trono que temerosos de la maldición, por suerte, había hecho que cayeran en sus manos nuevos manuscritos, leyendas e historias sobre su pueblo. Solo con estudiar un poco de la mitología de los gadarath, la joven había descubierto enseguida aquel nombre en algunas líneas, como un diminuto rayo de esperanza entre la tormenta. Pero, aparte de historias y leyendas sobre divinidades menores, escritas o narradas, al cabo de varias sesiones de estudio minucioso tuvo que rendirse a la evidencia: la información existente sobre Aden, el dios principal de los gadarath, era casi ínfima. Y Aldin no dejaba de darle vueltas a lo que aquello podía significar.

Pero, al margen de eso, cuando decidió entregarse por fin al estudio de su pueblo con el ahínco debido, sus costumbres y sus tradiciones, dispuesta a afrontarlo con la seriedad que su cargo exigía, descubrió que cada vez quería saber más, sobre ellos... y en especial sobre él. Recuperó los libros que había descartado en la biblioteca y se sumergió de lleno en aquel conocimiento. «Tiene que estar por aquí», se repetía. «Se me ha tenido que pasar por alto, seguro». Era como una obsesión insana por encontrar ese vínculo imposible entre aquella criatura ancestral y ella misma.

Por desgracia, sus cada vez más frecuentes obligaciones palaciegas la habían apartado a menudo del estudio y no podía dedicarle el tiempo ni la concentración que en realidad deseaba. Puesto que, a pesar de la reticencia que algunos seguían teniendo a la maldición de Mehyan, cada vez más seres de todo Landeron cruzaban las tierras de Gadar y no solo los propios oriundos de la región; y la mayoría de ellos paraban en la capital o bien para presentar sus respetos, o bien para pedir tierras y asentamiento para empezar de cero.

Aldin se presionó el puente de la nariz, reflexiva, mientras se encaminaba hacia el balcón del dormitorio real y se apoyaba sobre la columna izquierda del mismo, apenas oculta por los cortinajes púrpuras. Igual que en Lar, allí veía seres huyendo de sus hogares y pidiendo refugio. Y si antes no entendía bien a qué se debía, ahora lo tenía claro. La guerra contra la oscuridad; y no solo de unos pocos, sino de todo el continente.

Pero, ¿por qué? ¿Qué ganaba realmente Thaeder con todo aquello? ¿Y por qué ella había ido a caer en medio de semejante juego de poder?

Antes de poder encontrar respuesta, como de costumbre, sus obligaciones como princesa la reclamaron con unos suaves golpes sobre la puerta del dormitorio. Aldin inspiró hondo y se irguió, atusándose la tiara de plata con la yema de los dedos.

—Adelante —murmuró, sin apenas moverse de su posición.



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En el texto hay: fantasia aventura y magia

Editado: 14.01.2023

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