Cuando Máximus entró en la tienda de campaña de Tiberius quedó ligeramente asombrado por el tamaño y la profundidad de ella, en parte porque no se había fijado en la tienda de Cornelio la noche en que durmió con él y por otro lado porque durante todo su servicio en la IX Hispana jamás había visto ni mucho menos le habían dado semejantes aposentos en los que cobijarse al abrigo del invierno y más aún en tiempos de campaña.
La habitación, al menos en el interior, estaba revestida con cuero reforzado, de una consistencia amarronada oscura, a la mitad de la pared del costado izquierdo, un pequeño mueble, de esos que se usan como cofres, se alzaba humilde pero firme, con unos bellos grabados y dibujos mitológicos de color dorado en la tapa. Por encima un diminuto plato de barro sostenía una gruesa vela cuya llama flameaba tambaleante sobre si, al lado, se encontraba una pequeña figura de arcilla de un hombre joven cuya mano derecha agarraba el cuello de un toro y con la izquierda sostenía un puñal, sobre su cabeza había un extraño gorro frigio. “Que extraña figura” pensó el joven “seguramente es de algún semidiós o deidad”. La pequeña figura se mantenía erecta y desafiante, como si con su mera presencia vigilase a todos los que entraban en la carpa, clavándole la vista a cada uno de ellos. En el otro costado de la tienda se encontraba en el suelo un gran baúl de madera del tamaño de un hombre acostado, en él se veía el trabajo rústico de un artesano el cual le había puesto una delgada placa de metal a las terminaciones del cofre dándole un aspecto fuerte y amueblado. Máximus pensó, de forma obvia, que en él se debían guardar los sueldos y salarios de Tiberio, junto con su espada, armadura, objetos personales y recuerdos de su vida en las legiones. En el centro, una extensa piel de un enorme oso negro cuyas fauces intimidantes señalaban la entrada, se estiraba en el suelo a modo de alfombra salvaje, dándole al visitante cierto aura de comodidad, por último bien al fondo se encontraba una alargada mesa que de seguro debía ser el escritorio personal del oficial, sobre él habían dos velas, una a cada lado de los extremos, en el centro del escritorio se ve un extenso papel y por encima de él una majestuosa pluma de cisne en un cuenco de barro que de seguro contenía tinta negra, encima del escritorio por el lado izquierdo se podían apreciar unos pliegues de papiros enrollados entre sí y algunos de ellos inclusive con el sello color rojo sangre aún fresco. Por detrás del escritorio, atado a la pared, se tambaleaba flameante y orgulloso, el estandarte de la Décima.
“Malditos perros, ni carpas decentes solían darte” pensó Máximus rememorando los tiempos en la Hispana.
Mientras observaba lenta y cuidadosamente cada detalle de la carpa, Máximus pensó en qué clase de centurión normal no había apreciado nunca una tienda de oficial.
“De seguro yo no soy ningún centurión normal” Se dijo así mismo, pensando en todas las adversidades por las que había pasado hasta llegar allí, la mayoría de ellas sin sentido común.
”Con esto confirmo que la IX era una Legión de miserables”
Y este pensamiento le hizo que estirara un sonrisa de oreja a oreja, recordando su travesía desde que puso un pie en el campamento hasta ese mismo instante, evocando cada uno de los infortunios que había tenido, pero esta vez con una mirada un tanto más graciosa y cómica, su primera conversación con Cornelio, el gracioso diálogo con Claudius en la puerta y la apuesta pérdida hace unas horas. Por más mal que la hubiera pasado, había conocido gente buena y de calidad, y eso, vale más que la mejor tienda del mundo.
“Quizás este lugar no sea tan malo después de todo”
Y siguió observando lenta y placenteramente cada fina parte del contorno de la carpa, con su mueca feliz y tonta, de esas típicas de los niños pequeños que fingen ser inocentes, como si jugase a atrapar con su vista cada objeto que allí se encontraba. Sin embargo, esta se cortó cuando su mirada chocó con la de Tiberius que, de igual forma, le observaba con la misma expresión serena, como si riera dentro de sí de la sonrisa de Máximus.
-¡Con la forma con la que miras mi tienda pareciera que has dormido toda tu vida al aire libre!- y terminando de decir esto estallo en una carcajada descontrolada que Máximus compartió con el- No te preocupes, todos se asombran la primera vez que entran aquí, ¡y parece que les gusta!¡ porque nunca es la última!- y soltando otra risotada, tomó una copa de plata que tenía guardada en el cofre, vertió en ella el líquido de un ánfora que estaba al lado del escritorio y se la ofreció a Máximo- Toma mi buen amigo, el vino ayuda a ahuyentar las penas y a soltar la lengua...Así quee.. ¿Máximo no?