El Águila Dorada
Frío, sentía mucho frío. El centurión estaba acostado boca abajo, con sus labios tocando el suelo. Estaba recuperando la conciencia, poco a poco comenzaba a despertarse.
El joven pudo reponerse lentamente. Algo le dolía en la nuca, llevó su mano a ella y noto el frío metal del casco que lo cubría. Los demás miembros de su cuerpo también le pesaban; muñecas, tobillos, pantorrillas y pecho le daban una sensación de ardor debido a la fatiga que venían acumulando. Todavía tenía sus brazos y piernas apoyados en el suelo cuando levantó su vista y ojeó a su alrededor.
Vio una gran cantidad de personas luchando entre sí, golpeándose y matándose mutuamente con distintos tipos de armas: hachas, espadas, flechas, dardos, lanzas, etc. Había también un centenar de hombres corriendo y viniendo de un lado a otro por todo el campo, el cuál estaba delimitado por dos grandes murallas opuestas entre sí que se encontraban a una milla de distancia la una de la otra. Sin levantarse del suelo, el joven legionario pudo observar también varias unidades de caballería romana y celta, las cuales cargaban entre sí ocasionando un revuelto sangriento de caballos y hombres que caían inertes al suelo.
Solo en ese entonces pudo darse cuenta de algo. No podía escuchar nada. Exceptuando un molesto pitido en sus orejas, no podía oír nada de lo que ocurría ante; ni el chocar de las armas, los gritos de dolor y auxilio, las órdenes de los oficiales o los sonidos de los animales.
Nada, no podía escuchar nada.
Fue entonces, cuando coloco sus manos en sus orejas intentando volver a oír, que vio de entre todas las figuras de la masacre delante de él, una que se acercaba corriendo a él. Llevaba un casco metálico plateado y un poco amarillento, por la falta de limpieza, junto con una cresta blanca insertada de manera vertical al casco, su pecho estaba protegido por una típica cota de malla, el cuál portaba varias phalerae doradas. Al llegar a donde él estaba, el oficial se paró en seco y empezó a gritarle, pero como el no oía nada, este tuvo que soltar el pesado escudo rectangular, enfundar su espada, arrodillarse enfrente a el y quitarse el casco para luego tomarlo por los hombros y gritarle otra vez. Como seguía sin escuchar nada, el oficial tomo una cantimplora y, con el agua en su interior, la rocío enérgicamente en los oídos del legionario. Este último comenzó poco a poco a comenzar a escuchar sonidos muy bajos.
- turión…..turión…
Alcanzaba a escuchar únicamente. Pero con el pasar de unos momentos, pudo asimilar otros sonidos, el metal de las espadas y los relinchos de los caballos. Si, ya podía volver a escuchar. Pero su júbilo no dura casi nada, ya que los gritos del oficial arrodillado junto a el lo trajeron a la dramática realidad.
-¡Centurión!¡Centurión!- gritaba este mientras lo zarandeaba de un lugar a otro-¡Han abierto brecha en el muro exterior oeste!¡Los galos se precipitan a atravesar nuestras defensas!¡Labieno ordena que todas las unidades disponibles se dirijan allí!¡Ahora!
Apenas terminó de decir esto, el oficial se volvió a colocar el casco y volvió corriendo por donde había venido.
El centurio hizo lo mismo, se levantó y preparó para seguirle el paso hasta que, sin siquiera dar un paso, volvió a encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Una gran piedra, disparada por un onagro seguramente, salió de la nada misma por detrás del centurio atravesando una atalaya, que ya estaba enteramente consumida por las llamas, ocasionando la destrucción completa de esta y de sus elementos. La piedra cayo lo suficientemente cerca del centurio como para que este fuera expulsado por el choque de esta contra el suelo, al igual que muchos guerreros de su alrededor. El centurión tuvo la mala suerte de que en el impacto su cabeza chocara contra la saliente semicircular de un scutum romano. Haciendo que volviera a perder el dominio de sí, y con ello, el de su audición.
Consciente esta vez de su debilidad, intentó recuperarse levantándose por sí solo, pero los nervios de sus manos y piernas todavía estaban entumecidos como para que pudiera moverlos correctamente. Por lo que sabía que estaría un buen tiempo debilitado como para levantarse nuevamente.
Durante ello, giró su cabeza al costado en el que la atalaya se había desmoronado. Quedo completamente impactado.
Entre el humo, las cenizas, la madera, pero principalmente el fuego, pudo observar el busto de un águila metálica de tamaño considerable, que se mantenía erguida y parada sobre la base horizontal de un estandarte militar.
Sin entender mucho porqué, comprendió al instante que ese estandarte era nada más ni nada menos que la insignia capital de una legión romana. Su querida Águila Dorada se postraba serena, desafiante y solitaria en medio de ese escenario violento, cuál típica espectadora de la guerra misma. El fuego detrás de el le daba un brillo fantasmagórico y sublime que el centurio nunca había visto antes….