“No importa a qué edad perdiste tu virginidad, sino en qué momento te gustó la droga”.
Leyda Montes.
Los esposos Montes no hubieran podido presentir ni remotamente que estaban expuestos un exterminio sangriento aquel diez de agosto de 2.012.
La gente, mucho antes de que sucediera, sabía que podía ser así. Porque existe en los pueblos que viven por décadas en la misma geografía, que se han visto en los espejismos y en la realidad del paso de los calendarios, cierta sabiduría a cerca del bien y el mal y su forma de manifestarse en su propia sociedad. Las premoniciones acerca de un acontecimiento, se pueden dar por hecho, poco a poco, después de que una serie de rumores, como ladrillos que un mampostero pone, pule y calibra, arman un capítulo de la historia de ese mismo pueblo.
Y aquellos sentimientos tenían muy bien cabida al interior de Una sociedad acostumbrada a mirarse en el espejo cada día, cada mañana, con los primeros rayos del sol, cuando se tomaba café colectivamente en el parque y se daban embrionarios apuntes de pequeños acontecimientos que podían, perfectamente, con el paso del tiempo, convertirse en grandes noticias.
En aquel pueblo Nadie esperaba que un profesor de primaria se volviera un hombre rico al cabo de los años. Porque su salario lo pondría siempre como deudor en los cuadernillos de la tienda de abarrotes y de carne. Era un salario para estar siempre al límite de pedir un préstamo y otro. El Profe, Darío Montes, en sus primeros años al servicio de la escuela pública, utilizó el fondo del magisterio y después los llamados “gota a gota”(A), sistema de préstamos de alta usura que había permeado las economías no bancarizadas y los estratos bajos. Al sentirse oprimido, con el advenimiento de su primera hija, decidió que era indigno de un hombre de su inteligencia vivir en aquellas condiciones económicas.
Pensó que aquello debía cambiar dramáticamente y se dijo a si mismo que tomaría un riesgo para salir de su penosa situación. Fue como una epifanía. De modo que hizo un préstamo más grande, a intereses bárbaros, se echó la bendición de un hombre que va a lanzarse al vacío, y emprendió un pequeño negocio de venta de artilugios de oropel, oro golfi, y oro de 18 quilates. Su esposa compró un paño de exhibición de bisutería y organizó allí todas las piezas cuidadosamente como si las pusiera en un museo. Empezaron vendiendo a sus compañeros de colegio y luego a los vecinos. El negocio fue creciendo lentamente, en afortunada coincidencia con el boom de aquella moda de anillos, pulseras, relojes y pendientes. El día en que pudieron pagar el oneroso préstamo y ver la mitad del paño lleno de mercancía, se tomaron una botella de aguardiente y brindaron por el éxito. El negocio daba saltos de rana, y obtuvieron un buen excedente. A los mismos profesores de liceo y las escuelas, que andaban con la “lengua de corbata”, ahogados por los intereses impagables del “gota a gota”, les ofrecieron préstamos pequeños a intereses módicos, sin duda más bajos que los del mercado negro. Y muy lentamente, se posicionó, con sus mal pagadas clases, la venta de abalorios, los préstamos a clientes asfixiados, y la rigurosa economía doméstica, en un sobresaliente miembro de la comunidad económica.
Invirtió en un nuevo negocio: se asoció con un minero para la extracción de carbón de hulla. Toda una explotación artesanal, ilegal y peligrosa para los mineros, pero no había mucho control por parte de la alcaldía. Familias enteras, con la glabela pardusca, cargaban los bultos de carbón hasta la vía principal, que recogían luego los gigantescos doble troques para llevar como combustible a las hilanderías de la ciudad. Esta actividad les catapultó a un nivel inesperado de ingresos. Y lo explotaron con una furia vergonzante, porque en cualquier momento aquella actividad podía ser declarada ilegal. Con tantos excedentes compraron una caja fuerte, que empotraron en una habitación contigua a la alcoba matrimonial y que ocultaron tras una foto, en blanco y negro, del día de su boda. Estaban satisfechos, pero todo el caudal depositado allí, no daba un solo peso de interés.
Aquellos fajos de dineros organizados rigurosamente en sus puntas, liados con bandas de goma, podrían estar produciendo alguna rentabilidad, pensó Darío Montes. Averiguó la rentabilidad del efectivo anual en el pequeño Banco local y salió indignado con todo el sistema financiero. Pensó que era cierto que robar un banco era un acto de justicia. De modo que buscó nuevos clientes para entregar préstamos más grandes. Montó su propio negocio de Gota a Gota, a interés moderado. Toda una labor, lenta, minuciosa, de casi veinte años, que de la nada lo llevó a ser un famoso prestamista. Se hizo popular entre cafeteros, mineros y políticos. Cuando caía en cuenta de que sus intereses eran superiores a los que cobraba el banco, se justificaba: “…un conglomerado, no puede compararse con un donnadie”.
ii
La joven Leyda había cumplido los dieciséis y desde su fiesta de quince años empezó a ser objeto de comentarios indiscretos y de análisis espontáneos. Se decía, por ejemplo, que Los Montes no se merecían a “aquella chica”. Una hija así, de tanto revuelo, de tanto alcance, para un par de padres conservadores. Contrastaba y no era bien vista (en un pueblo pequeño el infierno puede ser grande) por un ejército de ojos que se alineaban en línea recta, en actitud imperiosa y tomaban una posición moralizante. .