Las Claves Del Indio

LI. HAY, ENTRE TODAS TUS MEMORIAS, UNA…

Como si estuviese dando un trato preferencial a un hijo sobre otro, me sentí en falta con Correrías (la hija boba, habría dicho el coleccionista furtivo el Parque que perseguía el ejemplar prefecto de "El irascible Coronel").

Hacía mucho tiempo que no repasaba los primeros números, y acababa de hacerlo con Andanzas y además me había vuelto a visitar la imagen del pibe en el recreo, en el patio de piedra, leyendo la página de la olla gigante –en realidad era yo el que la leía de ojito- donde se cocinaban nuestros héroes, y que atribuí a las dos, “Rescate en el Amazonas”, pero cuando ahora repaso la tres, “Los misterios de Bagdad”, que me regaló Cristina, flamante, comprada en el Club del Comic, no en una cueva cualquiera, que leí solo una vez y que ensobré cuidadosamente, tratando de eternizar ese estado, de kiosco, y que así trasladé al menos en tres mudanzas, hasta este momento en que la saco de la bolsita y dejo correr las páginas sin leerlas, como cumpliendo un deber paterno de compensación, y me detengo en una, la página 74 para ser exacto, correspondiente a la segunda aventura –porque trae dos aventuras-, titulada "¡Justicia en el Congo!", recién entonces, y a esto iba con el prólogo, advierto mi error.

En la viñeta inaugural de la página 74 se impone una enorme olla en primer plano, seguida de otras dos en perspectiva oblicua. Hay leños ardiendo debajo, y un negro panzón y trompudo –siempre los negros se dibujaban trompudos- con gorro de cocinero, pañuelo al cuello, repasador en mano y cubierto apenas por un taparrabos, que apantalla el fuego. Dentro del primer recipiente, atado, sumergido en el caldo hasta el moño, el amiguito porteño llora sin consuelo, brotan de él lágrimas o gotas de sudor o ambas juntas y no es necesario leer el globo de texto para saber que está clamando "¡Maaama!". En la segunda olla se cuece un viejito de barba blanca a quien el sombrero rancho le da inequívoco carácter de explorador, y en la tercera el Caciquito observa impasible la escena, como si permaneciese ajeno a ella.

¿Hay recuerdos que se saltean épocas? ¿Por qué no reparé en la primera lectura, la misma noche que recibí el regalo de Cristina, después de haber soñado –la noche anterior- con una Correrías que llevaba ese nombre, que finalmente había encontrado el cuadrito perdido en la infancia, en el patio de piedra de una escuela de un barrio apartado?

Puede que estuviese demasiado emocionado por ese ejemplar, y los otros dos (el número cuatro, “Secuestradores a bordo” y el número seis, “Las siete piedras del templo”), demasiado ansioso por enfrascarme en ellos, por devorarlos como si fuesen un banquete único.

Pero podría conjeturar también que preferí olvidar el recuerdo para seguir buscando, para alimentar la fantasía tortuosa que en algún momento, en alguna página de alguna revista, iba a rescatar mi infancia completa.

Seco, limpio, sin misterios, perfectamente legible, autoabasteciéndose, el dibujo con las tres ollas y los cuatro personajes me está diciendo que todo termina ahí, que el universo del Viejo, que imaginé vasto y contenedor de incontables enigmas tiene término y tasa y última vez y nunca más y olvido, como melancólicamente lo reveló Borges.

El ejemplar vuelve a su funda. No advertí demasiados cambios en su estado, quizá haya perdido algo de brillo la tapa, aunque jamás estuvo expuesta a la luz. Sí, al abrirlo, noté un fuerte aroma ácido. El papel es materia orgánica y ese olor es el de la vejez, la decadencia. La revista tiene prácticamente mi misma edad y la seguirá teniendo mientras esté vivo. Luego, solo ella seguirá cumpliendo años, hasta la degradación total, que ocurrirá –de no mediar una grave falta de cuidado- mucho después de mi muerte.

Cuando coloco la revista en el estante, me pregunto si volveré a abrirla alguna vez.

¿Quién nos dirá de quién, en esta casa,

sin saberlo, nos hemos despedido?

 



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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