-¿Así que marcha para Saladillo? El que tenía mucho de eso era el Chiquito Cabello… todo tipo de cosas, del año que le pidieran... Solía andar por los remates de estancia de por acá… Hace tiempo que no sé nada de él -dice el oficial de justicia de Cañuelas, después que salgo del excusado, ya encaminándome al auto.
Pienso que si ELCOVE hubiese oído la primera parte de la conversación, donde el oficial sugería que por la zona se podían encontrar revistas, y esta despedida, se divertiría mucho a mi costa.
Yo lo dejaría reírse y guardaría para mí el otro dato, el del tramo final, que de tan gótico rozaba el extremo de lo verdadero. Lástima la imprecisión…
La hora y media de viaje de Cañuelas a Saladillo la paso dándole vueltas a las inesperadas revelaciones que acababa de oír, tratando de desbrozar realidad de fabulación. No resulta tarea fácil.
En el casillero de lo indubitable, estaba que si bien el Viejo no era dueño de media Patagonia, como el Indio, sí lo era de unos cuantos miles de hectáreas en la Provincia de Buenos Aires. Y alguna vez oí mencionar a alguien que se situaban, en efecto, por la zona de Lobos.
Asimismo, fuera de la cosmética genealógica, las fuentes coincidían en ubicar en San Vicente el lugar de radicación de su familia.
Si uno se pone a analizar la conflictiva relación que tenía el Indio con el Tata y sus mandatos, no tardaría en concluir que sería verosímil que el creador lo haya vivido en carne propia con su padre, máxime habiendo salido a trabajar a muy temprana edad, y fuera de la esfera familiar.
En cambio, el encuentro frente al hotel y la visita a la editorial, con la frase de remate incluida, hay que ubicarlas decididamente en el terreno del folletín.
Junto con el arrepentimiento del Viejo luego del vuelco en Luján, que lo llevó a trasladar los restos de su padre –según el tramo final del extenso cuento del Oficial de Justicia de Cañuelas- desde una humilde tumba en San Vicente a un fastuoso panteón que hizo construir especialmente para su familia en un cementerio de la zona de sus campos, que podría ser el tanto el de Lobos o el de Bolívar – de por ahí, acotó el Oficial, como si diese lo mismo-, al que cada mes el Viejo iba a visitar, ofrendando las revistas que se acababan de publicar a su padre, al que tanto le gustaba el Indio, acorde al postrer mensaje que le dejó en la editorial, en cocoliche, cuando él se negó a recibirlo.
Tutta bugia, solía decir mi papá, cuando no creía en algo, repitiendo una frase que seguramente había oído a mi abuelo italiano.
Esa frase correspondería para cerrar el bizarro relato. O el amén, y a continuación el blasfemo pedorreo que solía soltar mi tío, el fanático de Jovito Barrera, un barrilete sin cola.
Sin embargo, la idea de una antigua bóveda, repleta de tesoros, es una imagen morbosa y fascinante, a la que cualquier coleccionista quisiera aferrarse.
En Saladillo reaparece la lluvia. No termino de saludar a mi suegro que me larga un rosario de quejas. Todavía tiene que hacer las valijas, dejar todo en orden, la hija le avisa de improviso, no tiene en cuenta esas cosas, él en realidad creía que viajaríamos mañana, y aparte, con el tiempo que hace la ruta es peligrosa, ya se está haciendo de noche, encima, con esta lluvia, la laguna de Lobos se desborda, él nunca viaja con lluvia......
No me causa ninguna gracia tener que quedarme, pensaba salir de inmediato, habiendo quedado pendiente conseguir la dos de Andanzas, empresa que se presenta dificultosa. Pero cuando mi suegro se empaca, es inútil discutirle.
En el pueblo no hay otra diversión posible que el ciber. Vuelvo a agarrar las llaves del auto y anuncio que me voy al de la plaza. El único, en realidad.
-¿Y qué vas a ir a hacer ahí? ¿A chotear, como los pibes de ahora? Quedate, que te cebo unos mates y nos hacemos una ricas tortas fritas...- alcanza a decir mi suegro, mientras cierro la puerta de calle.Sabe bien que odio el mate. No quiero oír más hablar de mate en mi vida.
Ya en el auto, me pregunto si no tendría que pasar por el kiosco donde dejé el cartelito Compro Correrías, Andanzas, Locuras, anteriores a los ’70, pero decido ahorrarme la decepción que el kiosquero me exhiba triunfante una pila de Selección de las Mejores. Estoy encerrado por una noche en un perdido pueblo de provincia, y encima, con lluvia torrencial. ¿Qué otra cosa se puede hacer, entonces, que enfilar para el ciber de la plaza?
La lentitud de la conexión no me molesta, porque una vez que me aburra de Internet, ya no tendré salvación, a no ser mirar alguna película por cable que, milagrosamente, se halla instalado en la casa de mi suegro. Siempre y cuando, claro, no haya desconectado el televisor por temor a que algún rayo se lo queme, curiosa idea, heredada de los tiempos de la antena, que ningún argumento puede cambiar. Entonces, sólo me quedará meterme en la cama a esperar el sueño.