-¿Por qué nunca me dijo que en Saladillo había familia de Quinteros?
-Si eso todo el mundo lo sabe.
Para mi suegro todo el mundo son los saladillenses. No es momento de ponerme a discutir, porque se cumple lo que él había anunciado, y en cualquier momento me lo echa en cara. La lluvia arrecia, la laguna de Lobos se desbordó, en algunos tramos de la ruta el agua alcanza varios centímetros y hay que transitarlos a paso de hombre.
Pasando Lobos, el auto empieza a fallar. No entiendo nada de mecánica, ni tampoco me interesa, por eso elegí las del Indio y no las Lúpin, que traían en la página central las instrucciones para armar artefactos de todo tipo, aunque las primeras, de chico, las compré, me gustaban las historietas de la revista, sobre todo las de Bicho y Gordi. Quizá, si hubiera leído alguna de esas páginas dobles (muy cotizadas, hoy día), ahora podría determinar la gravedad del desperfecto, atribuible, sin duda -no se necesita saber de mecánica para eso-, a la entrada de agua en el motor.
-¿Ves? Te revisaron para la mierda el auto. Si me hubieses dejado que te acompañara... A mí, el mecánico me conoce de toda la vida.
Hago como que no escucho el reproche de mi suegro y decido evitar Brandsen, un camino demasiado solitario como para quedarse varado, en medio de un vendaval y cargándolo a él. Aparte, es muy posible que también se encuentre inundado. Mi suegro protesta, porque yendo hasta Cañuelas son muchos más kilómetros y quiere llegar a La Plata cuanto antes. Ni se me ocurre comentarle que, aprovechando el desvío, pienso pasar de largo en Cañuelas, sin tomar la seis, que es un desastre, y hacer alguna parada en Buenos Aires, para continuar mi búsqueda de la dos. Si bien mi capital, entre el oficial de justicia, nafta, pizza y bar, se ha reducido mucho, vuelvo a ser solvente, porque cuento con recurrir, en caso de urgencia, a la abultada billetera de mi acompañante. Me fijé bien, cuando la guardó en el bolsillo, que su grosor era extraordinario. Y que apenas fue mermado por el pago de la bendita cuota en el Banco de la Edificadora de Saladillo, trámite que llevó, a más de la cola, alrededor de una hora, porque mi suegro se empeñó en hacer sociales con cada uno de los empleados. Y si ahora le vino el apuro de golpe, sospecho se debe a que estamos sobradamente en hora de almuerzo, y sin una parrilla a la vista. O sea que pasar por la Capital, en definitiva, no le va a disgustar tanto, ya que tendrá para elegir. Si lo meto en un restaurante me garantizo, mínimo, una hora de expedición. Comer es una de las dos cosas que más le gustan en la vida. La otra es ir al Casino, para lo cual, necesariamente, debe contar con mi complicidad para llevarlo y cubrirlo, porque Graciela le combate con fiereza esos malos hábitos, al igual que mi afición a las revistas antiguas. Como todas las mujeres, considera que cualquier cifra que se pague por ellas es plata tirada a la basura. Y quizá me termine convenciendo de que tiene razón y la dos sea mi última compra. De la que no tendría por qué enterarse, ya que aún si tuviera que blanquearle a mi suegro el destino de lo que me preste, me aseguraría su discreción, a cambio de mi silencio respecto a las fortunas que pierde en la ruleta. Yo, por las maquinitas –que él detesta-, no tengo que retribuir la reserva. Le hice creer que en ellas se pierden monedas, lo cual es rigurosamente cierto.
Llegando a Ezeiza el motor no sólo ratea, sino que también calienta. De modo que es el destino, y no mi decisión, el que hace que tome la Dellepiane, por donde se ubicaba el departamento del PROFESOR, para agarrar después la Perito Moreno, como el arquitecto, y salga a Juan Bautista Alberdi, a pocas cuadras de la vieja Librería. Falta poco para el horario de cierre del mediodía, así que postergo la revisión del auto y enfilo hacia allí. La encuentro abierta. Estaciono en la puerta y por suerte no tengo que darle explicaciones a mi suegro, que ronca plácidamente desde hace varios kilómetros, en una siesta anticipada.
Tendré que admitir definitivamente que cada vez que creo percibir señales del destino, mi radar se equivoca. Como era previsible, el milagro no se produce y en los polvorientos estantes de la Librería Alberdi, otrora poblados de increíbles números de las del Indio, ya no se encuentra otra cosa que las porquerías de Columba y una perdida Diabluras de Jaimito.
Aunque quizá, no...
Quizá haya interpretado incorrectamente el signo, porque cerca de acá, por Mataderos, estaba el almacén de Isaac, el del puesto de Palermo, que tenía Andanzas muy antiguas. ¿Vivirá aún? El problema es que hace años no voy por ahí. Encima, era una callecita cortada, de una única cuadra. Recuerdo vagamente que tenía el nombre de una ciudad chilena. Santiago, no... ¿Valparaíso? No estoy seguro de poder encontrar el lugar. Tendría que dar muchas vueltas y ahora mi suegro se despertó y ya está preguntándome el motivo de la detención. Le explico que tengo que ubicar algún taller para que revisen el auto, porque no creo que así podamos seguir. Se me empaca. Alega que está cansado, que mi auto es incómodo, que quiere llegar cuanto antes a La Plata, y amenaza con tomarse un colectivo. Yo sé que el verdadero propósito radica en joderme la vida, pero es capaz, si no le freno el amague, de cumplir. Y de ningún modo lo puedo dejar solo, en medio de este diluvio, porque si lo hago Graciela me echa de su casa. Pronuncio entonces las palabras mágicas: mondongo a la española. Que en el boliche de la esquina preparan exquisito, agrego. El encanto funciona. Espero que la suerte me ayude y que ése sea el plato del día, como la primera vez que fui, haciendo tiempo para que abra la Librería, y el mozo me lo sugirió, en vez del revuelto gramajo que figuraba en el menú y yo había pedido.