Ahora, antes. Estaba ahí. Está ahí y es un misterio. En el recreo, en el patio empedrado de esa escuela donde te servían un vaso de leche y una galleta en uno de los recreos. Yo no sabía por qué, si en la escuela a la que iba antes, la del centro, jamás había pasado eso. Yo comía la galleta y rechazaba la leche, porque la leche nunca me gustó, pero también para diferenciarme de esos pibes, para decirles que si yo quería tomaba la leche en mi casa, que era la del centro, por más que ahora viviera en ese barrio con calles de tierra a las que el colectivo no entraba si llovía y te dejaba a catorce cuadras, catorce cuadras embarradas que había que caminar bajo la lluvia. Como aquella noche en que yo lloraba y no quería seguir más pisando barro y charcos, y entonces papá me cargó a upa y me prometió que me iba a sacar de ese lugar. Cumplió poco más de un año después, cuando si bien no volvimos a la casa del centro, por lo menos fuimos a un barrio con calles asfaltadas, cerca del hospital, y a una casa más grande y bien hecha, aunque hubiera que terminar cosas, por ejemplo el baño adentro, que al principio lo tenía afuera. Al que fui mientras el otro pibe intentaba robarme, y fui porque no daba más de las ganas, sino no lo hubiera dejado sólo, venía adivinando su intención. Pero la consecuencia más importante de la promesa cumplida fue que volví a la escuela del centro, tan distinta a ésta, donde en el patio de piedra la detecto, más antigua que yo, intuyendo la antigüedad, aunque ahora no lo sepa expresar, en esos trazos que no son los que conozco. Este pibe que la tiene –y es de él- no la cuida. Le faltan las primeras hojas, la tapa. Yo no me animo a pedírsela. Son raros estos pibes. Si fuera uno de la escuela del centro, a la que yo iba, sí. A ése se la pedía. Pero en los recreos del centro, jamás vi uno que tuviera un ejemplar así. Ahí se cambiaban figuritas. Estos pibes son sucios, huelen mal. Yo soy distinto. No hablo con ellos. De reojo alcanzo a advertir que la aventura transcurre en una selva, con indígenas caníbales que intentan cocinar a los héroes en una gigantesca olla, revolviendo con un palo, probando el caldo. Es lo único que alcanzo a vislumbrar y ese recuerdo fugaz no encaja ahora con ninguna de las que tengo (y del Cacique chiquito las tengo casi a todas). Hay parecidas –la escena es típica, convengamos-, pero no de la época que tendría que ser aquélla del patio de piedras del colegio de calle de tierra, del pibe sucio y mocoso que desprolijamente la tiene en sus manos y desprolijamente –quizá hasta escupiéndose el dedo- a medida que lee da vuelta las hojas. Por mucho tiempo, al no poder ubicarla, dudé del recuerdo. Hasta que en Mercado Libre aparece en venta, a un precio descomunal, la número dos que no tengo, con la imagen de su tapa, que sólo una vez había visto de lejos en el Parque. En el sumario de la tapa puedo leer ahora “Rescate en el Amazonas”, y me pregunto si podrían estar ahí los caníbales. Por lo cual el pibe sucio y mocoso, en ese lejano recreo, tendría que haber estado desprolijamente leyendo –recién me doy cuenta-, nada más ni nada menos que la número dos, que ahora se ofrece por una fortuna en Mercado Libre. También me doy cuenta que el pibe sucio y mocoso fue el primer otro en la especie, el que a pesar de estar en esa escuela de calles de tierra y ser sucio y mocoso y aceptar la leche que dan en los recreos, la tiene – a la número dos- cuando todavía no valía fortunas, él la tiene y yo no.