Ya en la otra casa, la del barrio del hospital, la que papá me había prometido, quizá un año después de haberlo hecho, en otra –distinta- enfermedad mía, la enfermedad rondaba porque papá siempre estaba enfermo y se respiraba enfermedad y muerte, que nunca llegaba, salvo a mamá, que no se enfermaba nunca, hasta que –casi sin enfermedad- se murió, cuando ya ni siquiera dejaba las revistas sin leer apiladas en su mesa de luz. En aquella enfermedad mía, digo, lo odio a papá porque le pido para entretener mi convalecencia, desde la prerrogativa que ésta me otorgaba, que me traiga la Correrías nueva, que ya estaría por salir, y que iba a sumarse a mi recién estrenada colección, con pocos números todavía en su haber, no mas de diez, calculo. Espero ansiosamente, toda la tarde, que me traiga o “El cuadro maldito”, o “El hombre de nieve”, o “El periodista”, que alguna de ésas tenía que ser, por la época. Cualquiera fuera el nombre de la que esperaba, yo ya lo sabía de antemano, porque me grababa de memoria el título que aparecía en la primera página de la última que había salido, donde se anunciaba la siguiente, como sumario del próximo número. Papá llega, escucho la bicicleta que se detiene, la llave en la puerta, el saludo a mamá. El tiempo de dejar el saco y ya está acá en el dormitorio, pero lo que veo en sus manos no es ni la número cien, ni ninguna de la esperada Correrías, sino la Semanal que yo desconocía, y tenía un formato distinto. La tapa es atrayente –aunque a papá no se lo reconozca-: el Porteñito, que se remoja los pies en un arroyo, es picado por un cangrejo, mientras atrás el Caciquito se ríe. Pero la ojeo y sólo encuentro una página doble de ellos que, aunque a color, continúa. Todo lo demás son dibujos serios, que no me interesan. Le pido explicaciones y papá, enojado, me contesta que recorrió todos los kioscos del centro, y lo único que encontró fue eso, en lo de Caram. Pedí lo que me dijiste y me dieron esto, yo qué sé de esas pavadas de historietas. Dios, cómo odio a ese hombre por haberme traído una revista equivocada. Releo una y otra vez esa doble página central, a color pero inconclusa, mientras pienso, con furia, que si se la hubiera encargado a mamá, que era la que siempre me las compraba, jamás hubiera confundido esto con una Correrías.