“Un mensaje a García” y “El sombrero de Napoleón”, la sesenta y nueve y la setenta –estos números y otros me siguen ubicando en los tiempos de mi historia, tengo ahora seis años y medio-, lucen resplandecientes y siempre misteriosas en el kiosco de enfrente de la plaza, que no es el de la plaza, el que está enfrente de la iglesia. Este se ubica a un costado, al lado del Colegio Nacional (al que iría muchos años después) y es también agencia de lotería. Junto a los billetes, exhibidas en la vidriera, no en revistero, se encuentran colgadas, con broches de ropa, a las tiras de soga fina que la atraviesan de lado a lado. La cortina metálica levantada muestra el fuego peligroso que amenaza a ese García del mensaje (escrito con limón para que sea invisible, prueba que inmediatamente después de leerla me pongo a hacer y, orgulloso, exhibo a mamá el resultado, cuando siguiendo mis instrucciones acerca el papel a la llama) y al valeroso Indiecito cargando el tronco para derribar la puerta. En la otra, el momento recortado en la tapa, es más pintoresco que aventurero, casi en el estilo de las Semanales: la Nodriza, se prueba frente a un espejo –inhabitual rasgo de coquetería en ella- el supuesto sombrero de Napoleón. El recuadro blanco ovalado en ambas, encerrando la larga leyenda Correrías de un Pequeño Gran Cacique que culmina con el nombre del héroe en su infancia y en la mía. Ya en la casa de los primos de Buenos Aires, se había despertado mi interés, y empezaba a ser irrefrenable, por lo que mamá no tiene más remedio que comprarme una, o las dos. Quizá ésa haya sido la primera vez que mamá me compra las Correrías.
Cruzamos a un banco de la plaza principal del pueblo, enfrente del kiosco - agencia de lotería. Nos sentamos en el banco y las hojeo, vislumbrando su interior, pero apenas, conteniendo la ansiedad, a fin de que no me quite placer después, que no me anticipe ninguna revelación de lo que será la historia, que me permita la fruición de la relectura de cada página una y otra vez para demorar el final, solamente deteniéndome en el anuncio del título del próximo número, reteniendo desde ahora ese futuro misterio a descubrir, descubierto finalmente, pero que hoy vuelve a ser futuro, vuelve a revestirse de la calidad del misterio, porque falta la setenta y uno, “Del cielo cayó una tía”. No termina de caer esa tía en mi colección actual. Seguramente la leí pero no recuerdo su historia, de modo que no se si vale esa interrupción de descubrimiento, es como si no hubiera existido nunca, aunque sepa que existió. Mientras hojeo “Un mensaje a García” -o “El sombrero de Napoleón”-, un nenito que pide pasa por delante del banco, por delante de mamá y mío. Se detiene, se pone molesto, insistente. Es posible que yo tema que toque con sus manos sucias mis revistas recién compradas y me queje. Entonces, mamá lo echa con un gesto afectado, que hace que el chico se burle, con despecho, diciendo: ay, la señora fifa. Frase que yo encuentro ridícula por su fallida acepción de fina, y me causa gracia cada vez que mamá repite la anécdota, consciente de su otro sentido, que recién mucho después yo supe y me causó gracia pero no tanto, estando de por medio mamá.
Después vendrían “Salto mortal”, “Puente al otro mundo”, “El elefante volador”, “El autómata”, “El signo de Escorpio”, “El extraño profesor”, “Club de mentirosos”, “Parque de diversiones”, “El violín mágico”, “El valle de los fantasmas”, “Cura milagrosa”, “El gran vengador”, “La lámpara de Ladino”, “Jíbaros Football Club”, “El pueblo perdido”, “Peligro en la ruta”, “Guerra al tabaco”, “El hijo del mandarín”, “El gran duque”, “El auto rojo”, “Un postre increíble”, “El desertor”, “El espantapájaros”. A todas las leí y a todas las tuve, pero sólo sirvieron para preludiar a la noventa y cinco, ”Monaguillo del diablo”, con la que decido iniciar la primera colección.