Las Claves Del Indio

XVI. DESPRENDIMIENTO

Un viaje en tren con mamá. A la casa de los primos de Buenos Aires, la panadería de Boedo y San Juan. Mamá me dejaría ahí, para ir a atenderlo a papá. En el kiosco de la estación de Zárate le pido que me compre “La laguna negra” de Andanzas. Mamá intenta argumentar que los primos la debían tener y podría leerla allá. Ese mismo mes estuve en la plaza y mamá me había comprado “El sombrero de Napoleón” o “Un mensaje a García” o ambas y el chico le dijo la señora fifa y mamá se rió, y yo también pero de la mitad de lo que se reía mamá. Insisto con “La laguna negra”, con esos tiburones que amenazan al Indio en la tapa, y finalmente mamá, con tal que me entretenga en el viaje, me la compra.

De vuelta de Boedo y San Juan, pasado quizá un mes o dos, en que estuve esperando que me fuera a buscar y mamá no podía, porque estaba cuidándolo a papá. De vuelta a Zárate, reencontrado con mamá, vamos en un taxi que cruza Buenos Aires hacia Retiro, acompañados por mi primo mayor. El se baja antes en algún punto del trayecto, que a mí me suena misterioso, y admiro su conocimiento de esa ciudad, y lo equiparo como imagen al Padrino, que la recorría de punta a punta, por boites y garitos, de noche y sin perderse, salvo cuando volvía borracho, pero al final siempre terminaba llegando, el muy tarambana, al hotel del Franchute.

Al final, yo también, muchos años después, obvio, conocí Buenos Aires de punta a punta por otras razones, pero sobre todo por hacer allí mis expediciones, en pos de recuperar lo perdido, que nunca es exactamente lo recuperado. Porque tantísimos años antes, calculo que por la número doscientos y algo de las dos, y la número cincuenta de la tercera, las regalo a todas.

La colección está ahora, no sé por qué, en la vieja casa del centro, donde un día en la puerta, viendo pasar a alguien con “El monaguillo del diablo”, decidí empezarla. La vieja casa del centro donde, previo a coleccionarlas, mamá me había sugerido ¿por qué no las cambiás con el Enrique?, después de haberme comprado “La laguna negra” y las dos contemporáneas del Indiecito, y después de que yo, insaciable, le pidiera otras. Tres revistas en un mes debe haber sido demasiado para su presupuesto, encima con un viaje a Buenos Aires, aunque no se privara del té con masas al llegar a Retiro, claro que siempre llevando, previsora, una bolsita con azúcar adicional, porque en la confitería de Retiro la tetera estaba llena de agua caliente, pero te traían apenas dos terrones, y entonces el té sobraba, por faltante de azúcar – mamá no se animaría a pedir más-. Así con la bolsita que trae en la cartera y saca con disimulo, los dos podemos tomar té, en una sola taza, a escondidas del mozo, pagando uno sólo. Me propuso el canje, igual que años más tarde, cuando ella trabajaba afuera, siempre práctica, me propondría que limpie los muebles del polvo acumulado, a cambio de darme la plata para comprarlas, porque canjearlas ya no era posible entonces, yo las coleccionaba. El Enrique, el amigo más grande de la casa de por medio, en el centro, era el natural destinatario de la propuesta de mamá. También las leía, pero no las coleccionaba, así que no tuvo inconvenientes en recibir “La laguna negra” por “El brillante del maharajá”, que fue la siguiente en salir, y es posible que me haya cambiado algunas más, pero no muchas, porque a mí eso del canje no me convencía demasiado, el sentido de propiedad preexistía a la decisión de juntarlas.

De todos modos, cuando decidí iniciar la primera colección, ya no vivía en la vieja casa del centro, y el epicentro, el lugar donde más tiempo permaneció, fue mi dormitorio - baño, donde aquel compañero de colegio intentó un día profanarla. Y entonces, el Enrique ya no era vecino, y estaba lejos de la colección.

Pero finalmente las revistas llegan a la vieja casa del centro, a la que yo siempre volvía, quizá porque ahora el Enrique me encuentra y me dice si no quiero volver a cambiar y yo le contesto que no, porque las tengo todas, las colecciono –es posible que, para entonces, ya usara esa palabra-, y entonces él se tira el lance de que se las preste. A mí ya no me importan tanto y las traslado ahí, a dos pasos de su casa, donde de más chico iba a ver al mediodía “Los Tres Chiflados”, ya que en la mía no había tele, y accedo a prestárselas –quizá en agradecimiento por eso-, aunque con muchas reservas, por más que ya no me importen tanto. No todas juntas, sino de a una o de a dos, y el Enrique siempre me las devuelve puntualmente, para que yo le preste otras, respeta mis reservas, a pesar de ser yo más chico que él, porque un coleccionista es algo muy serio, me hace distinto.

Hasta que hoy, cuando me devuelve una o dos, y me pide las siguientes, y yo cansado de tantas idas y vueltas le digo que se las lleve todas y él se asombra y no entiende mucho si es en calidad de préstamo o qué, hasta que le aclaro que se las regalo, que a mí ya no me interesan más y entonces al Enrique se le debe caer su respeto al coleccionista, pero no se da cuenta de que con ese desprendimiento sigo siendo superior a él, porque al Enrique, siendo más grande, le siguen interesando y yo ya estoy en otra cosa, el teatro, no puedo tener bajo el sobaco a Shakespeare junto con las Andanzas, lo hice un tiempo, pero ya no. Y es así que, en la vieja casa del centro, en el mismo lugar donde la había empezado, la colección se destruye. Ya no más el cuidado por las manchas de humedad, el doblez de los lomos, el alerta por un posible robo. Las huellas del Enrique estaban impresas en la colección por sobre las mías, que a él le pertenezca entonces. Un día histórico. Se terminó, no va más, soy adulto con catorce años, inaugurándose los ’70.



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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