Pilastra, Etrasia. Año 559 de la N.E.
Sábado 5 del mes doce.
En el pabellón C de la unidad de quemados estaban las víctimas alcanzadas por el fuego atroz. Por fortuna, sus quemaduras no eran de gravedad y, después de unas horas de revisión, podrían marcharse a casa a descansar.
Pero Beka estaba en terapia intensiva, inducida en un coma profundo para intentar salvarle la vida.
—¡Exigiremos la pena máxima! —le dijo el padre de Beka por teléfono—. ¡Esto no se quedará así! ¡La quiero muerta!
—Walter, por favor. Fue un accidente.
Pero ni siquiera Jan estaba seguro de que eso fuera cierto.
—No. No fue un accidente, Jan. ¡No te atrevas a defenderla! Todo mundo fue testigo de lo que ocurrió. ¿Qué o quién es esa mujer? ¿A qué cosa endemoniada nos enfrentamos?
Jan guardó silencio, luego colgó el teléfono. No había mucho qué hacer. Si Mason estaba en lo cierto, esa misma noche empezaría la batalla. Todo parecía indicar que así sería.
El padre de Beka ya se dirigía a Pilastra con la firme convicción de ejecutar la venganza. La Orden venía en camino y llegarían al amanecer. Con Mathus a la cabeza, también la Guardia de la Ciudad la buscaba. Esa noche nadie dormía en Pilastra.
Jan se quedó sentado en la cama de su habitación por unos momentos, con la cabeza abajo y sus dedos entrelazados entre sus cabellos, asimilando la sentencia como un reo que será ejecutado al amanecer, en una noche que parecía no terminar nunca.
Ahnyei no era ninguna tonta, era imposible que estuviera en su casa o en la ciudad todavía. No quería buscarla ni mucho menos encontrarla. Pero también sabía que tenía que obedecer.
Salió de casa y caminó con pasos inseguros hacia el templo; hacia la réplica del Arca Sagrada en donde se encontraban los instrumentos divinos. El frío invernal parecía acentuarse más en esa noche. Las lágrimas se le quedaban como pequeñas esquirlas de vidrio incrustadas en sus pestañas.
La puerta crujió al abrir, el sonido hirió sus oídos. Cruzó el largo pasillo, escuchando nada más que el eco de sus pasos. Los apliques en la pared estaban a medio encender; prodigando una luz blanca y espectral. Subió los peldaños y descorrió las puertas de la cámara del Santísimo. La custodia resplandecía en el altar, los cirios permanecían encendidos.
Jan bajó la vista y miró tras de sí el recorrido de la sangre de su padre. Las líneas rojas manchaban la escalinata dónde hacía apenas unos minutos lo había encontrado inconsciente. El blanco y otrora pulcro piso también estaba salpicado de aquel flujo sanguinolento; desde la puerta dorada del sótano secreto de Mason hasta detrás del altar, donde la réplica del Arca de la Alianza descansaba. Miró con desdén y asco la sangre seca de su padre. El estómago se le revolvió y contuvo una arcada.
Buscó la llave entre sus bolsillos y se acercó a la réplica. Luego de girarla, la cerradura cedió y la cubierta se desplegó. Ante sus ojos apareció la espada de Acán, las puntas de sinar, el revolver, las dagas, el arco, la flecha y el emblema plateado de cazador.
Tomó el revolver y llenó la cámara con las seis puntas, se guardó otras más en el compartimento derecho del cinto. Una punta de sinar era letal, seis le asegurarían una victoria. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Como un autómata, a continuación, eligió por practicidad la daga en vez de la espada.
Sostuvo la vaina de la daga con sus manos trémulas. Se arrodilló ante el arca y la sacó de su funda. Volvía a sentir nuevamente entre sus manos la frialdad de la hoja. El arma estaba forjada por los herreros de la orden, era de plata y con alma de acero; bendecida por los vigías. Inclinó su cabeza e hizo sus votos secretos, repitiendo las mismas palabras que decía antes de asesinar a un eterno. Extrajo el arnés y rodeó su cintura con él. Se puso de pie y de manera mecánica enfundó la daga y la ciñó en el cinto. Luego besó con fuerza el emblema de cazador que ahora pendía de su cuello.
—Señor —dijo en una plegaria—. Sabes que es difícil para mí seguir tu instrucción y entender tu sabiduría, pero si es lo que deseas, eso haré.
Ya se marchaba del lugar cuando se percató de la ausencia del candado. En su delirio, Mason había olvidado colocarlo. El corazón le latió con fuerza. Los recuerdos de los golpes de su padre se combinaban con aquel olor a muerte y podredumbre.
«¡Mis asuntos son los asuntos de mi Padre!», Mason le gritó en esa ocasión, cuando Jan apenas era un niño, y lo había encontrado explorando el subterráneo. Con látigo en mano le azotó con furia y brutalidad excesiva.
Jan sacudió la cabeza. Ahora era un hombre, ya no era un niño indefenso. A la luz de los cirios encendidos, abrió la puerta y entró.
***
Jan regresó a su habitación consternado, asqueado y con los ojos rojos. El aroma a muerte no abandonaba su piel. Tomó otro baño porque no podía quitarse el olor y la ceniza de los restos humanos que había tenido entre sus manos.
Se trataba de osamentas enterradas en agujeros poco profundos. La pestilencia le había indicado fácilmente el camino. Cada uno de ellos llevaba una mordaz inscripción del nombre de la víctima y su fecha de muerte. Era monstruoso, su padre era un monstruo.