Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 6 del mes doce.
El aleteo torpe de unos pajarillos entumecidos por el frío y la lluvia le hizo levantar la cabeza. El sol brillaba nuevamente.
«Será mejor que emigren», pensó, «y toda criatura aún existente. No quedará mucho de este lugar después de este encuentro».
Olía a tierra húmeda. La intensa lluvia había cesado y los nubarrones se habían despejado. La vivienda estaba hecha trizas; los trozos de madera engullidos por las flamas flotaban en charcos de agua profundos. Unos chiquillos salieron de bajo de una pila de escombros con dificultad, arrastrándose por el lodo, y corrieron despavoridos. Marie lo había hecho. Había roto el acallador que la mantenía controlada. Habría sido capaz de matarlos a todos... ¿Por qué se habría detenido?
«Te lo explicaré, Marie. Sé que me perdonarás».
Un grupo pequeño mantenía a Marie reprimida en aquel círculo, el resto se reagrupaba en grandes aros concéntricos bordeando el perímetro.
—En marcha —ordenó por fin. Ahnyei y Hye asintieron con decisión.
No tenía un plan en específico para atacar, su objetivo era solamente liberar a Marie. Los Acán se multiplicaban, aun así, ellos eran tres. Tres serían suficiente.
—Hye a la derecha, tú a la izquierda. Yo iré por Marie.
Descendieron de la colina mientras los pies se les adherían al suelo pantanoso, acatando sus instrucciones.
Una onda explosiva les dio la bienvenida. Ahnyei se cubrió los ojos con el dorso de su brazo, resistiendo con sus piernas el embate. Hye se movió rápido hacia el frente a través de la onda y las detonaciones. Los Acán venían de todas direcciones, como numerosas hormigas atraídas por la miel. Los primeros habían lanzado granadas, sin mucho éxito, pero al parecer el objetivo no era hacerles daño, sino entorpecer su visión.
—¡Maten a la criatura! —ordenó a lo lejos el líder, el de la cicatriz que le cortaba media cara—. ¡Continúen con las detonaciones! —Seidel se abrió paso entre el humo y el fuego hasta llegar con Marie. Un Acán se desprendió del círculo que contenía a Marie y alargó su filosa espada, su objetivo era apuñalar por la espalda a su amada
—¡No lo permitiré! —Seidel extendió su brazo y el relámpago escapó, castigando a aquel maldito que se había atrevido a desafiarlo. Cayó muerto.
—¡Hermanos! —gritó uno de ellos—. ¡Ahora!
Los cazadores corrieron, destrabando los seguros de sus pistolas. Más arcos con flechas hechas del material divino, que pondría fin a su existencia, apuntaban en su dirección.
No le representaron ningún problema. Llamó nuevamente al rayo que se desprendió de sus palmas extendidas y la descarga fulminó a los guerreros. Seidel apuntó a la primera línea concéntrica de la agrupación y descargó nuevamente, tan solo unos cuantos escaparon del ataque. Marie, aturdida, levantó la cabeza.
—Seidel —murmuró con un hilo de voz—. Quítame esto...
Seidel intentó levantar la pesada malla de cadenas, asió sus palmas a ella, quiso llamar al rayo y a sus fuerzas, pero de nada sirvió. Se maldijo.
—No te preocupes, Marie, encontraré la manera.
A lo lejos Ahnyei se defendía, lo estaba haciendo bien, aunque parecía estarse conteniendo, como si tuviera miedo de su propio poder. Hye, por otra parte, veloz como el relámpago, se movía combatiendo en todas direcciones.
—¡Maldita sea! —exclamó Seidel cuando intentó nuevamente retirar las cadenas, su cuerpo flaqueó y cayó sobre sus rodillas.
—¡Es inútil! —exclamó Kotch, abriéndose paso entre una docena de cadáveres—. Una vez cerrada, es imposible retirarla.
—A menos que seamos nosotros quienes lo hagamos —aclaró Mason, saliendo detrás de la figura de Kotch. Era tal y como lo recordaba, ese ser repulsivo y enjuto, de ojos pequeños y viles.
Seidel se puso de pie.
—¡Qué tal, Theodore! —saludó Mason, ensanchando una sonrisa mordaz—. ¡Cuánto tiempo!
—Mason... —respondió Seidel.
—Verás, Theodore... —Mason hizo una pausa, como si de pronto recordara algo—. ¿Puedo seguir llamándote así o me dirás de una vez por todas tu nombre eterno?
Seidel ignoró la pregunta. Mason continuó, sin abandonar ese gesto sardónico.
—Como te decía, Theodore. Solamente la Orden tiene la autoridad para retirar las cadenas, y si nos asesinas a todos, ella morirá.
Seidel lo pensó por un momento.
—Entonces dejaré a uno de ustedes vivo.
Mason rio.
—Los juramentos que unen a la Orden son sagrados. En la Orden no existe la traición —recalcó.
—Puedo intentarlo —declaró Seidel, acumulando el poder del rayo en sus manos.
Mason, Kotch y los demás guerreros adoptaron la posición defensiva. Seidel cargó el rayo y disparó. Mason corrió al tiempo que se cubría con su manto. El rayo no lo traspasó. Las armas y escudos de los Acán siempre habían sido impenetrables y poderosas.
La circunferencia comenzaba a cerrarse, era la táctica preferida de los Acán, Seidel ya la conocía. Los Acán acorralaban a los eternos y los acribillaban con aquellas puntas de sinar que los debilitaban, minimizando sus poderes para luego rematarlos con los cortes de sus espadas.