Débora acostumbraba sentarse debajo de un mupín y desde ahí resolvía los conflictos que la gente de Pan tenía. Todo el pueblo de Pan opinaba que era una gran gobernante, pero a ella nunca le gustó ese título, más bien decía que era una profetiza, porque aún escuchaba al gran Dios Elohím y les comunicaba lo que él quería que oyeran, aunque nadie pusiera atención. Un día, mientras estaba sentada bajo el mupín, llegó un jadeante mensajero, procedente del país de Caos.
—Mi señora—dijo postrándose a sus pies.
— ¿Qué ocurre muchacho? Es muy extraño que un ciudadano de Caos venga hasta el país de Pan con tanta premura.
—Me envía su servidor Resh, supremo de la tierra de Caos.
Débora se rascó la barbilla, pensativa.
—Hum, y ¿qué quiere Resh conmigo?
—Es la situación que atormenta al país de Varam, mi señora.
—Bueno, bueno, pero basta ya de misterios ¿Cuál es esa situación que atormenta nuestro planeta y de la que, por cierto, yo no estoy enterada?
—Es esa nueva raza que ha llegado desde quién sabe dónde. Se han apoderado de cuatro quintos de nuestro planeta. Su país se ha visto exento de esta calamidad porque… porque sabemos que el gran Dios Elohím la tiene a usted en alta estima, y el resto de nosotros se ha olvidado de él.
—Tienes razón muchachito, todos ustedes se olvidaron de él, pero dime ¿qué deseas que haga por ti?
—Si a mi señora le place, el supremo Resh, solicita que consulte por nosotros al gran Dios Elohím y entonces nos diga qué es lo que debemos hacer.
— ¿A cambio de qué?
—El supremo Resh, promete colmarla de bienes, dinero y piedras preciosas.
La mano de Débora cruzó el aire como rayo y le depositó un zape al muchacho.
—No seas tonto, no para mí, para el gran Dios Elohím.
El muchacho hundió todavía más la cabeza en la tierra y se sobó la cabeza.
—Ah, claro, claro—dijo nervioso—. A cambio de… de no olvidarlo jamás.
Débora se levantó de su asiento, y caminó alrededor como siempre hacía cuando pensaba con intensidad.
—Muy bien—dijo—dile a tu señor Resh que debe venir a verme y entonces le diré lo que debe hacer.
El mensajero se levantó colmando a Débora de las más sinceras gracias y se marchó a paso veloz.
La noche siguiente, Resh se presentó con gran pompa en la casa de Débora. Se bajó cautelosamente de su carruaje y tocó a la puerta. La mismísima Débora fue a abrir y le dio el pase de entrada.
—Adelante, por favor—dijo con cortesía.
Resh entró y se quitó la capucha que cubría su rostro, acicaló el vello de sus manos y se sentó en el taburete que le ofrecía Débora.
— ¿Té?—preguntó ella.
— ¡No, caramba!—exclamó Resh—quiero oír lo que tienes que decirme.
—Yo no—aclaró Débora—, el gran Dios Elohím.
Resh suspiró con resignación.
—Tienes razón—admitió—. Oye lo que dije de la promesa es real, no volveremos a olvidarlo si nos saca de ésta.
—Pues, tienes suerte—dijo Débora—, Elohím habló conmigo y éste es su mensaje para ti: “Ve y reúne en el monte Tabor a diez mil guerreros, dos mil de cada país. Yo atraeré a los ejércitos de Sísara, rey de los jabinitas y causantes de tus males, hasta el arroyo de Quisón y ahí los entregaré en tus manos.”
Resh estaba temeroso del mensaje que acababa de recibir, no quería ir sólo.
—Bien, iré pero con una condición—dijo.
— ¿Cuál es?
—Que tú vayas conmigo.
Débora suspiró decepcionada.
—Está bien, iré contigo. Pero debo advertirte que ya que no confiaste plenamente en la palabra de Elohím, la victoria no será del todo tuya, sino mía.
—No importa, mientras vayas conmigo.
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Editado: 27.07.2024