Sobre el ventanal del santuario en Nueva York se encontraba el Doctor Stephen Strange observando a la calle Bleecker. Miraba a la gente realizar sus rutinas del día al día; todos viviendo tan monótonos; tan normales, cada uno con sus propias batallas y pesares.
Stephen Strange suspiró alejando su vista a fin de dedicar un momento a sus manos y prestar atención a su temblar. Desde que aprendió a manejar las artes místicas y comprendiendo cada una de las energías que lo rodeaban, estas no mejoraban. Las apretó y no se detenían. Otro suspiro, ahora amargo, se hizo presente.
Strange podría tener un gran conocimiento en el arte de la magia, saber combatir los seres oscuros y dantescos de otras dimensiones, pero no encontraba aún la fuerza para retomar el control de sus manos. Aquellas que alguna vez le dieron su reputación médica, la fama y el prestigio que todo ser humano desearía tener.
¡Oh esos recuerdos! Aborrecía vivir de ellos, eran su peor castigo por añorar el pasado, y recordó las nuevas responsabilidades que llevaba sobre su espalda. El Doctor Stephen Strange no sentía la voluntad y la razón respecto a este naciente porvenir; solo él, y el Dios de los mortales, sabían lo mucho que quería recuperar a sus antiguos placeres. Disfrutar de aquellos goces carnales, la lujuria del éxito y el fino sabor del poder; y a su mente llegaron las peculiares voces: ¿Qué era lo que Ancestral te había mencionado, Stephen Strange? ¿Qué palabras eran las que te hicieron restaurar la humanidad que hay en ti?
«No todo es acerca de ti».
El equilibrio entre luz y oscuridad pendían ahora en él. Existía gente allá afuera, siendo monótonas y aburridas, por quienes debía velar y sus nuevas responsabilidades lo hacían recordar por qué decidió ser un doctor. Sus manos podrían esperar un poco más.
Aún había mucho camino por recorrer. Un camino que conllevaba sacar lo mejor de Stephen Strange como el próximo hechicero supremo, un individuo y lo primordial, como ser humano.