El frío y la oscuridad que yacían alrededor de aquel hombre provocaron en él un miedo indescriptible. Podía escuchar los latidos de su corazón y su agitada respiración le traicionaba cada segundo. ¿Dónde estaba? Aun no lo podría comprender, despertó en la oscuridad y siguió un sendero sin rumbo en ese sitio. ¿Qué había hecho para estar ahí? ¿Quién le había puesto ahí? Si tan solo pudiera recordarlo.
El agotamiento llegó a él, no sabía a donde más ir, estaba seguro de que solo había dado vueltas por ese horrido lugar. Su cuerpo comenzó a temblar, no era por el frío, era el miedo que comenzaba a hacerlo su presa. Percibió como sus piernas eran sostenidas por unas manos que él no lograba ver; intentó gritar, sin embargo, ningún sonido surgió de su garganta.
Miró a su alrededor, a pesar de solo ver la negrura sabía que no estaba solo, sabía que había alguien más con él. Aquellas manos que aprisionaban sus piernas se sentían heladas, podría describirlas como las manos de hombres muertos, evitando su huida. Lo querían. Lo necesitaban.
Unos aplausos hicieron eco en ese sitio y el hombre, confuso por tal sonido, buscó a su alrededor.
Nadie parecía surgir de la temible oscuridad. Una ligera carcajada se escuchó cerca de su oído, el hombre alzó sus manos para aprehender a quien se burlaba de lo que le pasaba, sin embargo, parecía escapar de él, burlándose sin cesar.
—¡¿Quién eres?! ¡¿Qué quieres?! —demandó.
El dueño de esa risa se detuvo, el silencio volvió a cubrirlos y los seres que aprehendían aquel hombre empezaron a hundirlo. Aterrorizado por ello, el hombre llevó sus manos sobre ellas y sintió que quienes lo sostenían eran unos brazos ásperos y unas manos humedecidas y magulladas. Un nuevo grito quiso emerger, pero fue imposible, su garganta ya no podía emitir ningún sonido. El miedo le había terminado de abrigar por completo.
Un tranquilo resoplido llegó a su rostro y el hombre intentó atrapar a esa persona, pero sus brazos fueron sostenidos por dos manos y, a diferencia de las que sostenían sus piernas, estas se sentían con una piel suave y tersa. Esas manos apretaron con fuerza sus brazos hasta que comenzó a sentir fría aquellas partes de su cuerpo y las muecas de dolor que expresaban su rostro generaban un gozo en aquella persona.
—Miedo —escuchó al fin su voz, era masculina—. Terror.
—¡Quién…! —se detuvo y el dolor se intensificó—. ¡Quién eres! ¡¿Qué quieres de mí?!
Esa risa volvió y sintió como ese hombre se acercaba a su rostro.
—Dame lo que quiero —mencionó mientras soltaba uno de sus brazos y tomaba su mandíbula—. Dame lo que has guardado cada noche en tus más profundos sueños —las lágrimas que surgieron del hombre provocaron una satisfacción en él.
Un grito desgarrador fue su respuesta y ese individuo sonrió victorioso.
—Eso es —dijo regocijándose en su dolor.
—¡¿Quién…?! —fue lo último que sus labios pronunciaron y de estos salieron un líquido espeso.
—Yo soy a quien has alimentado cada noche con tu angustia, tu miedo, tu terror —se detuvo y acercó su rostro a su oído—. Yo soy tu peor pesadilla.
El aliento de aquel hombre pereció mientras su captor contemplaba su cuerpo y disfrutaba el placer emergido del horror que ese insignificante humano había derrochado gracias a sus peores, y hechos realidades, sueños angustiosos.