Fueron cuatro semanas de viaje en aquel carruaje angosto. Dos semanas en las cuales las pequeñas iban tomando conciencia de lo que iban a hacer lejos de su familia. Y al amanecer del día dieciséis, llegaron.
Okono bostezó estirándose. Se giró hacia su hermana esperando verla acostada a su lado, pero se encontró con Sansce pegada a la ventana.
-Sansce...¿dónde estamos?...-preguntó la niña.
Sansce no contestó.
-¿Qué miras?-inquirió levantándose por la curiosidad. Sansce le hizo espacio, permitiéndole ver lo que tanto la impresionaba.
-Es...es....-balbuceó Okono viendo hacia un hermoso jardín que daba paso a un elegante monasterio, con cascadas a ambos lados de la entrada principal. El carruaje se detuvo a pocos metros y la brisa de las cascadas revolvió el cabello de las gemelas.
-Niñas...-saludó un hombre que había aparecido sin hacer el más mínimo ruido. Intuyeron que era el Monje de quien les habían habían hablado. Salieron del carruaje-. Pero que preciosas están-alagó el señor abrazándolas.
Okono sorprendida a la amabilidad genuina del hombre correspondió al abrazo a pesar de no conocerlo. Ambas hermanas entraron al gigante monasterio. Para ser una mole tan grande parecía que no vivía nadie más que el anciano.
-Un gusto tenerlas aquí-aseguró el viejo-. Mi nombre es Lore, amigo de su abuela.
-¿Cómo debemos llamarlo? ¿Lore?-inquirió Sansce.
-Maestro, de preferencia...-argumentó el viejo-. Bueno no hay tiempo que perder. Las llevaré a sus habitaciones y quiero verlas en éste mismo patio después de cenar. Tendrán todo el día para organizarse, pasearse y ver su entorno-explicó.
Justo como lo propuso el monje, las gemelas se pasearon por cada resquicio de lo que sería su nuevo hogar. Jugaron con los peces del jardín, identificaron la mayoría de las flores y se acomodaron en sus alcobas. Para cuando terminaron de cenar, ellas se reunieron dónde el Maestro les indicó.
La luna las alumbraba con un brillo lúgubre. Los ojos turquesas de ambas se perdían en la inmensidad de la noche. Quietas, expectantes, aguardaban en silencio a la llegada de su Maestro. Okono intercambió una mirada con su hermana y vio reflejado en los ojos de Sansce el mismo miedo que ella sentía. Tuvo el impulso de estirar la mano y sujetar la de su hermana, pero algo le decía que debía permanecer quieta. No hubo tiempo de divagar más porque el Monje apareció en silencio.
-Okono-dijo el hombre al fin-. Sansce.
Había pronunciado sus nombres como si fuese algo sagrado y por alguna razón a ellas no les gustó.
-Sé que pueden estar preguntándose qué hacen aquí, así que voy a explicarlo de manera que me entiendan.
-Quiero volver a casa Maestro-dijo Okono. El viejo sonrió con tristeza.
-Lamento decirte querida que no podrás volver.
-¿Porqué estamos aquí?-preguntó Sansce.
-Deben saberlo ya, es tiempo-pronunció las palabras con cuidado, como si las niñas fuesen un tarro de cristal que pudiese romperse con el mínimo sonido o movimiento-. Los Dioses las han elegido, a ustedes dos. Tal vez ahora no lo comprendan del todo porque aún son demasiado jóvenes. Sin embargo su vida es valiosa para toda la humanidad y habrá seres allá afuera que harán todo posible por arrebatárselas. Por suerte aún no las han detectado, pero no tardará mucho. Así que yo las prepararé para lo que les avecina. Sólo hasta que ustedes lo averigüen solas.
-Matarnos...-repitió Okono.
-¿Porqué somos especiales?-dijo Sansce. El monje cerró los ojos.
-Lo sabrán más adelante. Aunque tengo una pregunta para ustedes dos...-pausó-¿Sansce amas a tu hermana?
Ellas se miraron.
-Sí.
-¿Y tu Okono?
-Sí.
-Bien, lo que voy a hacer ahora es un rito especial-comunicó prendiendo un incienso en medio de las dos-. Para reforzar lo unidas que son, por ahora y siempre serán las hermanas Deltaff ¿de acuerdo?
Ellas asintieron no muy convencidas.
-Por favor, siéntense y tómense de las manos.
Lo hicieron. El Maestro sacó un cuchillo y tomando cada índice de sus pequeñas manos hizo una leve cortada y en un susurro dijo:
-Junten sus dedos.
Las gemelas se miraron a la cara y después lentamente juntaron su sangre. Tanto Sansce como Okono esperaron que algo mágico pasara. Sin embargo sólo mantuvieron sus dedos unidos hasta que el Monje les indicó que se sepraran.
-Una cosa más-dijo el monje estirando la mano-. Quiero que conozcan a mi sobrino.
De entre la oscuridad salió un niño flacucho, con el cabello negro tapándole los ojos azules.
-Saluda-le apremió el hombre. Sato las miró con sus ojos azules que parecían saberlo todo.
Lore las mandó a dormir, y Sansce decidió compartir cama con Okono. Una vez allí, tendidas sobre el mullido colchón, Okono habló:
-Sansce....¿qué vamos a hacer ahora?-preguntó, asustada.