Cada año el Monje reunía a las gemelas en la explanada superior del recinto para reforzar el lazo que las unía. Así, durante el atardecer y hasta que la luna las alumbraba en lo alto, repetía el mismo rito que había hecho años atrás. Y cada vez que lo hacía, ellas sentían cómo una fuerza superior parecía llenarlas de una misma energía que sólo las dos podían compartir.
Pero aquel año era distinto. Era el décimo octavo solsticio de invierno; el último que podrían reforzar sus lazos antes de partir. A medida que el tiempo había transcurrido, las gemelas habían comprendido su propósito. Once años al cuidado del Monje, quien tenía un conocimiento invaluable acerca de magia, con respecto a Sansce y de la esgrima, arquería y defensa para Okono,las había convertido en unas jóvenes fuertes. Tanto en cuerpo como en espíritu. Aunque eso no borraba el hecho de que tenían miedo.
La noche anterior, Okono le había pedido a su hermana compartir lecho. Sansce sólo había dormido con ella una vez: cuando llegaron, e iba hacerlo ahora, cuando se iban. La maga, que había nacido unos minutos antes, se sentía cómo la madre que habían dejado años atrás en un pueblo del cual ya no recordaba el nombre.
Sansce se había echado boca arriba mientras su hermana se recostaba a su lado.
-Mañana será el día-musitó Sansce al fin, rompiendo el silencio. Okono no respondió de inmediato.
-Mañana partiremos-agregó Okono con cuidado, pero sabía que su gemela no se refería sólo a eso. La profecía decía que las guerreras al cumplir su décimo octavo cumpleaños despertarían la esencia superior que llevaban dentro, ya fuese divina... o maligna-¿Porqué nosotras?
Se había formulado ésa pregunta cientos de veces desde que llegó al monasterio, pero en aquel momento sintió cómo si hubiese una respuesta para ello.
-Porque el destino así lo quiso-dedujo Sansce-. Porque los Dioses tomaron un cachito de cielo y lo depositaron en nuestra madre y un demonio se puso celoso....no lo sé Okono. Sólo nos queda tomar la responsabilidad...y esperar a actuar.
Sansce se giró para ver a su hermana a los ojos. Ambas se quedaron observándose en silencio por un largo rato. Eran como un espejo que devolvía el reflejo.
-Si no fuera por tu cabello Okono...juraría que somos una-susurró Sansce con tristeza contenida. Sin embargo Okono no resistió mucho y dejó que una lágrima corriese por su mejilla.
-Te quiero hermana-dijo con seguridad Okono. Sansce sonrió.
-Yo a ti.
Y no necesitaban un lazo mágico para comprobar que estaban más unidas que nunca.