Todo se había organizado para su viaje desde días anteriores. Las gemelas tenían dieciocho años y el día había llegado. Aunque estuviesen guardando los últimos recursos en sus macutos, todavía les costaba hacerse a la idea de que en verdad iban a partir.
Sansce se ceñía la capa a la espalda cuando notó la presencia de alguien más. Al alzar la mirada se topó, no con el chico flaco que conoció, si no con un muchacho fuerte y apuesto que la observaba desde el marco de la puerta.
-No quiero que te vayas-murmuró Sato. Sansce lo miró con cariño.
-Yo tampoco deseo irme, pero he de hacerlo-respondió. Dejó las cosas en la cama que, sabía, quedaría vacía para siempre y se plantó delante de Sato. Sin decir nada, le echó los brazos al cuello.
El joven se limitó a abrazarla de vuelta y solo cuando ella se separó dijo:
-Para mí, ustedes serán siempre las gemelas Sansce y Okono. No importa como la profecía las haga llamar.
Sansce sonrió con dulzura.
-Vamos ya, nos están esperando.
Encontró a Okono en la entrada, a un lado de dos magníficos corceles que el Monje había conseguido para su viaje. La mirada de su hermana era decidida, pero Sansce la conocía demasiado bien como para detectar un brillo de pánico en las pupilas. Sansce se puso al lado de Okono.
Sato se colocó delante de Okono y el Monje delante de Sansce. Okono aún no se había despedido de Sato, no como ella deseaba y sentía un agujero en el pecho al saber que sería la última vez que lo vería a él y al maestro que tuvo por once años. ¿Porqué Sato no había ido aquella mañana a despedirla?
Sin embargo lo que hicieron los dos, las dejó en blanco, despejando cualquier pensamiento. Tanto el monje como el muchacho postraron una rodilla en el suelo e inclinaron la cabeza.
-Ha llegado el momento-anunció el monje-. Ya no seré su maestro. Les enseñé cuánto había en mis manos, pero sé de sobra que ningún conocimiento que pueda ofrecerles, se compararía con el poder que hay dentro de ustedes. Vivan las guerreras de la profecía.
-Vivan las hermanas Deltaff-dijo entonces Sato alzando la mirada hacia Okono. Sólo hacia ella. El muchacho tomó la mano de la joven y la besó con sutileza.
Era un momento increíblemente solemne y entonces las hermanas cayeron en cuenta, tal vez por primera vez en toda su vida, sobre quiénes eran de verdad.
Cuando Sato soltó su mano para ponerse de pie y ayudarla a montar, Okono no tenía palabras para despedirse. Así que se limitó a dejar que el joven la tomara de la cintura para montarla en su corcel negro, que contrastaba enormemente con su cabello blanco como la nieve. Sansce subió en el suyo y tras un último vistazo hacia su hogar, espolearon sus caballos para ir en busca de lo que era, probablemente, su sentencia de muerte.