Sus pies descalzos golpeaban el piso de mármol con frenesí, en una búsqueda desesperada por encontrar a su hermana. Había sido culpa suya que Sansce se quedara con aquel degenerado y para empeorarlo, estaban en una ciudad maldita. Debían salir de ahí cuanto antes. El carcelero le había indicado el camino después de soltarla, pero apenas subió las escaleras se perdió. El castillo era inmenso y estaba lleno de pasillos que parecían conducir a ningún lado. Por el momento estaban vacíos, pero presentía que no lo estarían por mucho tiempo.
Viró a la izquierda y encontró la cocina. Por fortuna nadie se hallaba allí, aprovechó para tomar unos cuchillos, en compensación por los que se les habían sido arrebatados. Un nuevo sonido la sacó de pensamientos. Era el repiqueteo de las espadas chocando contra un cinto bien forrado, Okono conocía a la pefección aquel sonido; soldados. Salió de la cocina con intención de ir en dirección opuesta que aquellos hombres, pero apenas dio un paso fuera, uno de ellos la vio.
Echó a correr.
-¡Aquí! ¡Aquí está!-rugió el delator. Y pronto una decena de pares de pies le pisaban los talones, enarbolando armas que reflejaban la luz de la luna en su filo, un filo que llevaba su nombre escrito.
Giró a la derecha, luego a la izquierda, pero parecía no haber salida.
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"¿Dónde estás?" se preguntó Sansce. Entonces le llegó el sonido del acero entrechocando. Se le fue el alma a los pies.
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Okono dejó de correr, sabiendo que así no lograría nada. La habían acorralado y para seguir el camino hacia el gran salón debía quitarlos de en medio. Así que apretó los puños y esperó. El primero en llegar la envistió de frente, empuñando su espada como si fuese lo más valioso. Pero la muchacha llevaba once años de arduo entrenamiento. Por eso no fue difícil que Okono le arrebatase la espada y lo atravesara de parte en parte con la misma.
Al ver la sangre, la muchacha tuvo que reprimir las náuseas. No había tiempo para condolencias. El segundo fue más difícil y sin embargo lo derribó. Pero seguían llegando más y no podía seguir agotándose de esa forma.
Por eso se quedó quieta ante el sexto contrincante, que llevaba una lanza como arma. Okono entrecerró los ojos y en el momento justo se la arrebató.
Arremetió contra el hombre y encajó el filo en su garganta, destrozándosela. Sin embargo no quería la lanza precisamente para seguir matando. Tomó impulso y con ayuda de la madera, se lanzó por encima de los soldados.
Esta maniobra le dio ventaja sobre sus contrincantes, pero el tiempo apremiaba y las fuerzas se le iban agotando poco a poco.
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A partir de ése momento todo sucedió muy rápido. Okono seguía escabulléndose y el rey se había cansado. Tenía un par de gemelas que de un juego se habían convertido en un verdadero dolor de cabeza, agregándole esa aura que ambas llevaban que lo asqueaban en lo más profundo. Quería matarlas, e iba a hacerlo. Pero los soldados no eran suficientes, tampoco el esperar a que esos ineptos lo resolvieran. Por ello Rengt se levantó de su trono e informó a su mensajero.
-Dile a los brujos del castillo que los requiero en la Gran Sala. Sé que ahí se dirige la chica de cabello blanco, y justamente ahí será donde la atrapemos. A ella, y a su gemela.
El rey estaba furioso.
¡Quiero que haya una decena de soldados en cada resquicio de este castillo!-estalló Rengt-. Si nadie de ustedes logra atraparlas..¡Juro por lo que me sea más sagrado que los castraré para que después tengan que comerse sus propios testículos!
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Estaba tan cerca, lo sabía. No podía rendirse ahora que estaba a poca distancia de la Gran Sala. Aunque dudaba que con todo el escándalo que había hecho el rey siguiera ahí, con suerte lo encontraría a medio camino o bien en el mejor de los casos, encontraría a Sansce al lado del cadáver del monarca.
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De pronto el sonido de los soldados siguiéndola cesó. Okono se detuvo, indecisa. Se hallaba justo al lado del inmenso vitral. Caminó con cautela, dispuesta a huir. Pero un silencio sepulcral se había apoderado de la estancia. Al menos hasta que una voz rasgó el ambiente.
-¿Hermana?-se escuchó al otro lado de la gran puerta. Se escuchaba como un murmullo apagado, como si quien hablase tuviera una tela cubriéndole la boca.
-¿Sansce?-inquirió Okono acercándose despacio a la puerta de madera.
-Así es niña...soy yo...tu hermana-asintió, pero esta vez la voz tenía un tono grave; muy pronto se convirtió en una carcajada siniestra, a la par que se abrían las puertas, dejando el paso así a al menos quince hombres. No eran soldados, pero parecían ser más peligrosos aún.Llevaban túnicas negras que acariciaban el suelo, sin embargo lo que más le llamó la atención fueron los talismanes que relucían sobre sus pecho. Brujos.