Los rumores en todo el mundo contaban que no había un lugar más rebosante de paz en todo el ancho mar que la costa de Puerto Blanco, un campo de arena blanca y fina a la que el mar besaba con cada ola y se fundía entre sus granos, un cielo azul en el que se divisaban docenas de gaviotas que surcaban los aires mientras graznaban sin parar y docenas de barcos de todas las formas y colores que llegaban y se iban si parar de la costa, desde barcos pequeños de una sola vela hasta enormes embarcaciones lujosas con más de 3 mástiles y muchas velas.
En medio de la playa había un montón de tablas de madera de mangle apiladas una sobre otra y dos personas cortandolas cuidadosamente con un serrucho, un señor de alta estatura, barba larga y cuerpo musculoso y un joven. Ese señor era el carpintero más popular de Puerto Blanco.
—Dave puedes irte por hoy—dijo el señor a la vez que cogía un montón de pequeños trozos, los amarraba con una cuerda y echaba en la espalda—.Tranquilo, yo me llevaré las cosas.
—¿No necesita ayuda hoy, señor Rosebol?—Se secó la frente con la manga de su camisa.
—No, además me parece que tenías algo que hacer hoy.
Dave había cumplido los catorce años hacía muy pocos meses, era un joven mediano de estatura y muy delgado, tenía los mismos ojos celestes y el mismo cabello castaño claro y lacio que cuando era un niño.
Dave comenzó a correr con dirección a la ciudad, dejando múltiples huellas en la arena que desaparecerían en un rato. La ciudad de Puerto Blanco no solo era conocida por la tranquilidad que transmitía su playa, sino por lo hermosa que era. La costa y la ciudad estaban limitadas por una fila de cientos de estandartes en los que se lucían las banderas de cientos de países del mundo, clavados en un muro muy bajo edificado con ladrillos de colores fríos, seguido de un gran muro en el que habían coloridas pinturas que contaban las historias de la isla, desde una donde un navegante divisaba una isla deshabitada hasta una donde un grupo de fuertes caballeros se enfrentaban a lo que parecía ser una tripulación de salvajes piratas, además había una enorme puerta de madera con tres metros de altura que permanecía abierta, era la entrada principal a Puerto Blanco. Tras la puerta principal estaba la plaza de puerto blanco, una gran área con una brújula pintada en el suelo alrededor de una fuente hecha de concreto con la forma de un pez que saltaba por encima de un barco que había en el centro de esta, en honor a la leyenda del pez del gran azul. Tras la plaza habían escalones acendentes que llevaban a la zona comercial, una plaza rectangular donde unos tenían sus tiendas y otros vendían en pequeños puestos puestos en el piso, desde herrerías o cerrajerías hasta carnicerías y tiendas de armas.
Dave corrió hasta una tienda pintada de rosa que había al lado de la tienda de armas, la floristería. Una tienda cuidada por una anciana delgada de baja estatura donde flores de todas las formas y colores se lucían en estanterías en forma de escalera ordenadas por orden de color y tamaño. La anciana al escuchar la agitada llegada de Dave se dio vuelta y lo miró tras acomodar sus lentes.
Antes de que Dave pudiera decir una palabra la señora lo interrumpió:
—Dave, vienes por un ramo de damas de la ensenada, ¿cierto?
El chico tan sólo asintió con la cabeza.
La señora le esbozó una sonrisa, caminó con lentitud hasta una canasta llena de una clase de rosas color púrpura con un pétalo rojo que sobresalía, cogió catorce de ellas, las llevó a una mesa de madera, las unió en dos grupos de siete y comenzó a formar con un papel de color rojo y dos lazos un par de ramos.
—La dama de la ensenada es una flor que solo nace cerca de las ensenadas, muchos han tratado de sembrarlas en campos o en macetas, pero siempre mueren—Comenzó a contar la señora—.Estas son sus favoritas.
La señora entregó ambos ramos a Dave.
—Toma, llévale uno de mi parte y salúdala.
Dave le mostró una enorme sonrisa.
—¡Muchas gracias señora, le pagaré luego!—Y antes de darle tiempo de responder echó carrera fuera de la tienda.
Dave atravesó un callejón estrecho que había al este del mercado entrando en la zona de viviendas, llegando así a un largo camino de piedras blancas que llevaba a una diminuta colina donde estaba el cementerio. Un gran portón de metal pintado de rojo al que un dormilón sepultero cuidaba descansando en una silla mecedora de madera encerraba un campo lleno de cientas de lápidas color blanco bajo las que yacían los difuntos de décadas atrás.
Dave entró al cementerio cuyo portón estaba abierto sin que el sepultero se diera cuenta, caminó muy despacio por entre las lápidas sosteniendo el ramo en su pecho, hasta que llegó a su destino, la tercera fila tras la estatua de ángel que apuntaba la mirada al cielo.