Ellie
Los acelerones y frenazos de mi tío hicieron que me agarrara al asidero de
la puerta. Me gustaría decir que fue algo disimulado, pero era un poco
difícil comportarme con discreción en dos metros cuadrados. Me pregunté
si eso de pedirle ayuda había sido una buena idea, y luego me di cuenta de
que, buena o mala, había sido mi única opción. Por lo menos, él me estaba
echando una mano.
No hubo trágicas muertes en el trayecto, tan solo insultos a otros
conductores, pero al menos eso no nos ponía en peligro de muerte por
atropello.
No subestimemos su poder.
En cuanto detuvo el coche delante del polideportivo, le agradecí
efusivamente que me hubiera traído y me bajé a toda velocidad.
—¡Mucha mierda! —Oí que gritaba.
Hizo que todo el aparcamiento, para mi desgracia, se volviera hacia
nosotros.
—¡Y si tienes que patear a alguien, apunta siempre a los huevos! —
añadió.
Para cuando entré en el edificio, ya estaba más roja que el uniforme.
Gracias por tanto, tío Mike.
Mi querido conductor se había equivocado en cuatro desvíos distintos, así
que llegué mucho más tarde de lo planeado. Crucé el umbral del gimnasio a
la carrera, y cuál fue mi sorpresa al ver que los demás candidatos ya se habían marchado.
Espera, ¿las pruebas ya habían terminado? ¡Mierda!
Por lo menos, los miembros oficiales seguían jugando. El grupo de cinco
chicos gigantes y sudorosos corriendo alrededor de su entrenador fue,
cuanto menos, intimidante. Lo único que quedaba de las camisetas de las
pruebas —iguales que las mías— estaba en el suelo, junto a uno de los
banquillos: eran los números que los otros participantes se habían arrancado
a medida que los habían rechazado.
¿Ese iba a ser mi destino?, ¿un papelito arrugado en el suelo?
Chica, qué profundos estáis hoy.
El gimnasio no era tan grande como para que una recién llegada pasara
desapercibida. Al cruzar la entrada te encontrabas un pasillo con un
vestuario y un despacho, y después llegabas a la puerta de los jugadores. La
sala principal estaba compuesta por la cancha y varios banquillos a un lado;
las gradas, en el contrario, con su propia entrada. No era de lo más
espectacular, pero no estaba nada mal.
Como iba diciendo, todo el mundo se dio cuenta de que había llegado.
Me aferré un poco más a mi bolsa de deporte, tensa, cuando vi que los
jugadores pasaban frente a mí. Me miraban de reojo entre sonrisitas
burlonas y codazos mal disimulados.
—¡Oye! —Oí que gritaba el entrenador, y di un respingo cuando me di
cuenta de que me lo decía a mí—. ¡Estamos entrenando, fuera de aquí!
¿Es que no veía mi uniforme de prueba?
¿Es que no ves que las pruebas han terminado?
Ah, sí. Verdad.
Pese a que me había echado, crucé el gimnasio trotando y llegué a su
altura. Era un señor de unos cincuenta años, con las patillas largas y grises,
abundante papada y barriga, y un gorrito de béisbol puesto —¿por qué
demonios llevaría uno de esos para entrenar a un equipo de baloncesto?—;
transportaba una libreta en la mano. Por la forma en que me miró, supe que
no estaría muy interesado en una conversación.
—Estoy aquí por las pruebas —dije sin aliento.
Me miró de arriba abajo. Varias veces. A cada vez, su ceño se fruncía
más. Finalmente, llegó a una sólida y robusta conclusión:
—Eres una chica.
—Eso dicen mis padres, sí.
—¡Nuestro equipo es de chicos!
—Pero… ¡es el único equipo de la ciudad!
Mientras hablábamos, los chicos habían dejado de dar vueltas al
gimnasio y se congregaban a nuestro alrededor. No necesité mirarlos para
saber que estaban escuchando con curiosidad.
—No podemos jugar con una chica —opinó uno de ellos.
Y el que estaba a su lado no tardó en unírsele:
—Hará que nos eliminen.
—¡Mira lo baja que es! No podría bloquear a nadie.
—Además, ¿por qué no se forma su propio equipo de chicas?
—Eso, ¿por qué tiene que molestar aquí?
Vaya, qué simpáticos eran esos dos.
A mí, el método del tío Mike cada vez me parece más viable.
—Mira, chica, lo siento mucho —me dijo el entrenador, encogiéndose de
hombros—, pero no pod…
—Para empezar —lo detuve, levantando un dedito—, me llamo Ellie.
Se oyó un «Uuuuuuh» general y burlón a mi alrededor, pero lo ignoré.
El entrenador, por cierto, pareció de todo menos complacido.
—Muy bien, pues, Ally.
—Ellie.
—Eso. No podemos hacer excepciones. Las normas son las normas y si
las incumplimos podrían echarnos de la federación.
De nuevo, mis queridos compañeros hicieron sonidos de mono en celo
para indicar que estaban de acuerdo con él.
—¿Y dónde pone que una chica no puede participar?
—En el código.
—¿Qué código?
—El de baloncesto.
—¿Dónde está?
—En… un sitio.
—¿Qué sitio?
—¡Búscalo en internet!
—Lo hice la semana pasada y no ponía nada de todo esto. De hecho,
ponía que, en caso de que en una ciudad solo hubiera un equipo activo, la
federación podía hacer excepciones puntuales. ¿No le parece que este es el
ejemplo perfecto de una excepción puntual?
Se había quedado sin argumentos y eso le molestó mucho. Me miró con
la mejor expresión de pereza que me habían dedicado en la vida y sacó su
libretita, fingiendo que leía.
—Uy, no estás en la lista, así que no puedes hacer la prueba.
—¡Sí que estoy!, ¡soy la número 43!
—No estás, ¿lo ves? Nada.
—En realidad… —Un chico se asomó por encima de su hombro y señaló
el papel—. Está justo ahí, entrenad…
—¡Silencio, Tad!
Tad —un chico relativamente bajo en comparación con sus compañeros,
de brazos delgados y ojos alargados— dio un paso atrás y se aseguró de no
volver a abrir la boca.
—Vale, estás en la lista —me concedió el hombre, muy serio—, pero no
es tan fácil como llegar y ponerte a exigir cosas. Tenemos pruebas. Pruebas
muy duras que deberás superar.
—¿No era solo jugar uno contra uno? —preguntó otra voz confusa.
Era la de un chico bastante alto y corpulento, con la piel de color bronce
y una generosa mata de pelo oscura.
—¡Oscar, no interrumpas!
—Pero…
—¡OSCAR!
—¡Vale, vale!
—¡Tú! —El entrenador me señaló—. ¿Quieres participar en las pruebas?
Pues, ya que has llegado tarde, dejaremos que vote el equipo. Si alguien te
quiere dentro, te dejamos hacer las pruebas. Si no, te vas a tu casa y nos
dejas en paz.
No era justo. ¡Estaba claro que, por lo menos, dos de ellos ya me
odiaban! Intenté no poner mala cara, pero no me salió del todo bien.
Será puñetero.
—Muy bien, chicos —anunció con una sonrisita triunfal—. Si hay
alguien que quiera que Ally haga la prueba, por favor, que levante la mano.
—O que calle para siempre —susurró el tal Oscar, y todo fueron risitas.
Miré a quienes podían ser mis compañeros. Tad rehuyó mi mirada y se
frotó las manos de forma un poco ansiosa. Oscar mantenía una sonrisa por
su propio chiste. Un chico de pelo castaño y mandíbula cuadrada me
devolvía la mirada sin compasión alguna. Otro de pelo rubio se reía de mí disimuladamente. Y el último, un pelirrojo, tenía la cabeza ladeada y
parecía que me estaba analizando.
Un momento.
Revisé mejor a ese último. Alto, esbelto, piel paliducha, pelo pelirrojo,
pecas en la cara y ojos dorados. Mierda. Víctor. ¡¿Todavía jugaba en ese
equipo?! Debió de ver el momento exacto en que lo reconocí, porque, muy
lejos de sonreírme o darme ánimos, apartó la mirada y pasó de mí.
Ese sí que era un puñetero.
Oye, no me robes los insultos.
La última vez que había hablado con Víctor, pese a ser vecinos, había
sido dos o tres años atrás. Después de una amistad de milenios con su
hermana Rebeca y nuestra amiga Livvie, cada uno había tomado su propio
camino por motivos que tampoco hacía falta recordar. El problema fue que
yo no acepté esa separación y, por algún motivo estúpido, pensé que sería
buena idea declararle mi amor en una carta llena de purpurina y
corazoncitos.
Por una vez en la vida que me puse romántica… y salió como el culo.
Básicamente, creí que sería más bonito dejarle eso en la taquilla que
mandarle un mensaje de texto —porque lo de decirlo en persona estaba
muy descartado—. El plan era que lo leyera y me contestara; así que,
imagínate mi sorpresa cuando, al día siguiente, fingió que no había visto
nada. Me miraba de reojo en los pasillos y en clase, pero no me dirigía la
palabra.
Y entonces, el muy puerco, se lo contó a sus amigos.
Las burlas de los demás murieron pronto, porque a los pocos días perdí la
razón y a uno de ellos le metí la cabeza en la basura. No me arrepiento de
esa parte. De la bronca de papá y mamá… sí que me arrepiento un poquito.
Y eso era lo último que había sabido de él. Ni siquiera estaba al corriente
de que, más allá del instituto, hubiera seguido en el equipo de baloncesto.
¿Habría alguna forma de evitarlo, pasando tantas horas juntos? Bueno, si él
era el polo norte y yo el sur, el equipo sería el continente que solo
pisaríamos para darnos guerra. Él sería el Joker y yo Batman. Él, Darth
Vader, y yo, Luke Skywalker. Él, Alien, y yo, la comandante Ripley. Él,
Voldemort, y yo, Ha…
Vale, lo pillamos.
Lo siento, muchas horas viendo películas.