Ellie
El vestuario se encontraba en completo silencio. Yo permanecía en uno de
los banquillos y flexionaba los dedos de forma compulsiva. A mi lado, Tad
murmuraba para sí mismo, le daba un repaso mental a algo que nadie más
entendía. Le di un pequeño codazo, por lo que inspiró con fuerza y dejó de
hablar solo. Marco era el que parecía más tranquilo de todos. Se había
aposentado en el alféizar de la ventana y fumaba un cigarro cuyo humo iba
tirando fuera. Víctor había intentado decirle que, como sonara la alarma de
incendios, nos llevaríamos una bronca. La advertencia no fue muy efectiva.
—¿Dónde está Eddie? —preguntó Ty, que daba vueltas por el gimnasio
con los brazos cruzados.
Oscar, tumbado en otro banquillo, señaló uno de los cubiletes cerrados.
—¿Todavía? —preguntó nuestro pelirrojo de confianza—. ¡Eddie! ¡Sal
de una vez!
—¡Es que los nervios hacen que se me revuelva el estómago!
—Qué asco —murmuró Jane.
Marco empezó a reírse, pero en cuanto oyó que alguien se acercaba por
el pasillo, palideció y trató de apagar el cigarrillo de inmediato. Casi se
cayó por la ventana. Tanto yo como Tad nos levantamos a toda velocidad
para taparlo.
El árbitro se asomó al vestuario. Por suerte, estaba tan impaciente que no
se dio cuenta de nada.
—Seguimos esperando —insistió por tercera vez.
—Es que uno de nuestros compañeros está ocupado —explicó Víctor.
—¿Se puede saber qué hace?
—Está…, em…, indispuesto.
—¿Eh?
—Está cagando —le aclaró Oscar.
El árbitro parpadeó, puso cara de asco y luego miró su reloj.
—Tenéis cinco minutos. Ni uno más.
Por suerte, Eddie salió al cabo de dos. Decía que todavía no estaba del
todo satisfecho, pero que los nervios también le estreñían y no podía
controlarlo. Jane tuvo una arcada.
No es que ese fuera precisamente un partido muy importante. De hecho,
después del desastre que habíamos hecho en el anterior, ni siquiera
teníamos posibilidades de ascender a la semifinal. Nuestra única
oportunidad de hoy era, básicamente, ganar para no irnos de la liga con
puntos negativos debajo de nuestro nombre.
Pero para este día sí que habíamos entrenado. Además, papá se había
esforzado mucho para que trabajáramos en equipo. Teníamos esperanzas,
que ya era algo.
—¿Podemos salir de una vez? —insistió Víctor, que se ponía más
nervioso segundo a segundo.
—Sí, sí…, ya no me sale más caca.
—Qué asco —murmuró Marco.
—Más asco da fumar, y bien que lo haces.
—¿Podemos no pelearnos justo antes de entrar? —sugirió Ty.
—O dejarlo para después —murmuré—. Así no hacemos el ridículo otra
vez.
—No digas que hicimos el ridículo —me pidió Tad con una mueca.
—Bueno, quizá no sea la palabra más adecuada…
—Lo es —interrumpió Oscar, encogiéndose de hombros—. Pero
tampoco pasa nada. Podemos considerarlo una cura de humildad para el
futuro.
—¿Esa es tu forma de dar ánimos? —murmuró Víctor.
—¿Quién ha dicho que intente animaros?
El otro equipo ya estaba en la cancha con cara de aburrimiento, así que al
entrar nos echaron más de una miradita rencorosa. Lo único que querían era
ganarnos e ir a por partidos más interesantes, supuse.
Víctor estaba muy centrado en el partido. De hecho, apenas había mirado
a ninguno de nosotros desde que nos habíamos subido a la furgoneta. Solo
hizo una excepción cuando yo le eché una miradita de advertencia; pilló la
indirecta y me dio un beso en la mejilla a modo de saludo. Los demás
vitorearon, papá puso los ojos en blanco y Ty nos regañó diciendo que había
que estar centrados.
Y entonces me pareció oír un grito de ánimo entre el público. Contemplé
las gradas distraída, pero en cuanto identifiqué el origen del sonido me
quedé clavada en mi sitio. Y no por la persona que había sido, sino por el
cartel gigante —en serio, gigante— que rezaba: «¡ÁNIMO, ELLIE Y VÍCTOR
(Y EQUIPO DE ELLIE Y VÍCTOR)! ♡». Debajo, en pequeñito, habían añadido
los nombres de los otros. El de Ty y Jane estaban metidos con pegatinas de
última hora. Casi empecé a reírme. Todavía congelada, identifiqué
inmediatamente a mamá, a Jay, a mis tíos Naya y Will, a tía Sue y tío Mike,
e incluso a los padres de Víctor junto con su hermana, que también
aplaudían con mucho entusiasmo. Prácticamente ocupaban toda la última
fila. Y todos llevaban rayitas de pintura en las mejillas con los colores de
nuestro equipo.
Supe el momento exacto en el que Víctor los identificó, porque se quedó
plantado en el sitio. Su hermana soltó una risita maligna y fotografió su cara
de estupefacción, pero entonces la madre le dio un manotazo para que la
borrara.
Miré a papá, que sonrió con aire angelical. Oh, había sido él. En la
furgoneta había mencionado algo de «ánimos», pero para nada me lo había
tomado en serio.
Tantos estímulos hicieron que actuara como un robot y que me plantara
en mi lugar junto a Marco. Flexioné las rodillas. Ya habíamos hablado de la
estrategia, y parecía bastante acertada. Lo único que podía empeorarla era
que los otros fueran demasiado buenos; o mis nervios por querer
impresionar a mi familia, cuya mirada notaba ahora sobre mí.
¿Y quién dice que tengas que impresionarlos?
Nunca me había planteado esa cuestión, pero de pronto me pareció muy
acertada. ¿Por qué tenía que impresionar a todo el mundo? ¿Tan malo sería
que perdiera, aunque me estuvieran viendo? Ni que no me hubieran visto
hacer el ridículo cientos de vec…
—¿Hay dos chicas?
La pregunta me pilló tan desprevenida que tardé unos instantes en
identificar a la persona que lo había dicho. Era el capitán del otro equipo,
un tipo grandote y con media sonrisa burlona. Y, claro, Jane pasaba de él.
En cuanto se dio cuenta de que yo era un objetivo mucho más fácil, todos
sus esfuerzos se centraron en mí.
Fruncí el ceño durante el milisegundo en el que establecimos contacto
visual, pero entonces Víctor se colocó justo delante de él para intentar pillar
la pelota. El chico soltó algo parecido a un resoplido burlón y miró a
nuestro capitán de arriba abajo. Este ni siquiera reaccionó.
El árbitro repasó las normas y, mientras tanto, eché un vistazo alrededor.
Jane y Tad empezarían en el banquillo, pero estaban animados. Incluso
levantaron los pulgares en señal de apoyo. Mi familia, en cuanto la miré, se
puso a aplaudir como una panda de desquiciados. Enrojecí de pies a cabeza,
especialmente cuando todo el mundo se volvió para ver qué sucedía.
El rechinar de los zapatos sobre la cancha hizo que volviera a centrarme
en el partido. Víctor había conseguido hacerse con la pelota y acababa de
pasársela a Eddie, que esquivó rápidamente a un miembro del otro equipo y
se la pasó a Oscar. Él intentó lanzarla a canasta, pero un adversario dio un
salto y la detuvo con la palma de la mano. El rebote fue a parar a los otros,
pero entonces pude meterme y robarla en uno de sus pases.
Acababa de hacerme con la pelota y no había nadie cerca, así que
adelanté posiciones hacia la canasta. Hubo un chico que estuvo a punto de
meterse en mi camino, pero Eddie lo bloqueó con una rapidez que me pilló
un poco desprevenida. Pude pasar por su lado y, junto a la canasta, lancé a
encestar.
O por lo menos lo intenté, porque, justo cuando daba el salto, algo chocó
contra mí con mucha fuerza. O alguien, más bien. Oí mi propio grito
ahogado y, acto seguido, estaba resbalando de espaldas por el suelo del
gimnasio. Conseguí estabilizarme con una mano y, sorprendida, me
encontré de frente con el capitán del otro equipo.
—Ups. Un resbalón.
El árbitro pitó. No sé qué dijo, pero tanto Eddie como Víctor se
volvieron, furiosos, y empezaron a protestar.
Mientras tanto, Oscar me ofreció una mano.
—¿Estás bien?
—Sí. Es que no lo he visto.