La última vez que Catherine se había sentido tan perdida y asustada fue cuando su madre acababa de morir. Como pudo se levantó de la cama y comenzó a correr, sintiendo que el único mundo que conocía se estaba desmoronando sobre ella.
La joven atravesó corriendo el campo de girasoles y se adentró al bosque. Cuando llegó a la casa de John tenía el corazón desbocado y continuaba aturdida, tal vez por eso no había derramado una sola lágrima.
John abrió ante la llamada urgente y cuando vio a Cathy le sonrió.
—Llegas a tiempo, ven.
John la tomó de la mano, llevándola al interior de la casa. Al parecer él no había notado que la chica no dejaba de temblar como una hoja al viento.
—Tenemos que hablar, John —dijo ella, pero él no pareció escucharla.
—Feliz cumpleaños, Cathy —le dijo, regalándole un álbum de Jo Stafford.
El álbum estaba vacío, ya que John lo había colocado en el tocadiscos y una dulce canción comenzó a sonar. Las primeras lágrimas de Cathy se le derramaron por las mejillas, pero John las confundió por felicidad.
—Tuve miedo de que no te gustara. ¿Quieres bailar?
Catherine se arrojó a sus brazos, pero fue incapaz de dar un paso.
—¿John…? —la voz se le quebró en cuanto pronunció su nombre. Entonces él supo que algo andaba mal y quiso zafarse para mirarla a la cara, pero ella se lo impidió, abrazándolo fuertemente.
«No me sueltes. Si me sueltas estoy perdida —pensó, sin atreverse a decirlo en voz alta—. Si me sueltas voy a desmoronarme aquí mismo y no puedo. No puedo. Es mi cumpleaños».
—¿Está todo bien, Cathy? —inquirió él, preocupado.
—No.
—¿Qué pasa?
—Deberíamos escapar esta noche a Borago y vivir en el mar como me dijiste…
Las palabras de Cathy alertaron a John, por lo que echó la cabeza hacia atrás para poder escrutar su rostro desencajado. Algo iba mal y el solo pensarlo lo sobrecogió.
—¿Qué pasa?
—No es nada, sólo que quiero escapar contigo… —dijo ella, mirándolo con agónica desesperación—. John, estoy enamorada de ti.
El joven guardó un sepulcral silencio y la melodiosa canción continuaba sonando en el fondo.
—Estás enamorada del hombre equivocado —dijo él con cansancio.
—No eres el hombre equivocado.
—Lo soy y tú eres muy tonta como para verlo —replicó en tono cáustico.
Los ojos marrones de Catherine ardían ante la vehemencia. Ella se negó a dejarlo ir, así que se estrujó contra él y respiró su aroma a tierra y a fuego procedente de la chimenea. Entonces Cathy buscó sus labios con desesperación. En el camino, besó su cuello, su mandíbula y la pálida piel de sus mejillas.
—Ba-basta, Cathy... —tartamudeó él, sin aliento. Sus brazos, que en un principio eran bruscos para apartarla de su lado, ahora se habían vuelto muy débiles y apenas tenía voluntad para luchar.
Catherine mordió suavemente su lóbulo y John dejó escapar un gruñido humillante. Sus labios eran una tentación muy grande de sufrir, por lo que finalmente Cathy los cubrió con los suyos. Él se estremeció ante el contacto. Su suavidad y dulzura lo consumieron, hundiéndolo en un abismo muy oscuro y profundo, del cual estuvo seguro por un momento que no volvería a salir jamás. Y lo peor es que ni siquiera deseaba hacerlo, por lo que cerró los ojos y dejó que su voluntad muriera en ese preciso instante, pues besarla era como bailar… y el baile era vida.
—No —murmuró él entre sus labios.
Pero lo único en lo que John podía pensar era en el calor que Cathy irradiaba, el cual era igual al del sol y en el olor de su cabello y el de su piel que se asemejaba al de los girasoles que dormían bajo las estrellas.
—Voy a amarte hasta hacerle libre —dijo ella.
Cathy aprisionó sus muñecas para obligarlo a colocar las palmas de sus manos sobre su rostro. John le acarició las húmedas mejillas, los párpados cerrados, las pestañas, el cuello blanco…