Las noches de Calígula

Capítulo I. Germánico y Agripina

  La vida, a sus comienzos, parecía ser llena de felicidad y alegría. Un niño de unos siete años montaba su caballito gris. Sus delgadas piernas, envueltas en botas ligeras de cuero que llegaban hasta las rodillas, apretaban los costados del animal, obligándole a galopar. Una grava fina surgía del suelo al compás del rítmico golpeteo de los cascos. Un esclavo, traído de Tracia, corría obedientemente detrás de su joven dueño, escupiendo la tierra que se le metía en la boca.

  El camino serpenteaba entre viñedos. Esclavos semidesnudos i sucios labraban unas vides de troncos gruesos y retorcidos. Sus  humildes chozas apenas se divisaban a lo lejos, en las tierras pantanosas. Y sobre una colina de color esmeralda se alzaba una esplendorosa villa con pórticos y columnas de mármol blanco con vetas rosadas.

  El pequeño Cayo Julio bajó del caballo. Asustados, los esclavos se fueron postrando a su paso. No se atrevían a levantar la vista hacia el hijo de su amo. Indiferente a todo, el niño se acercó a una viña y cortó un racimo que le pareció más grande y maduro. Las uvas aún eran agrias. En los últimos días de junio, mes dedicado a la diosa Juno, nadie habría cosechado aquellas uvas. Cayo Julio hizo una mueca de desagrado y escupió las uvas inmaduras. Cogió otro racimo, pero también lo desechó.

  Una pavada de cuervos no tardó en congregarse sobre las uvas esparcidas sobre una tierra que brillaba con intensas tonalidades parduzcas. Sin embargo, aquellas aves no parecían estar satisfechas con las uvas esparcidas sobre la tierra e intentaron a picotear otros racimos verdosos que colgaban de las parras. Esto alarmó a los esclavos, que comenzaron a silbar para espantar a las aves, pero no se atrevieron a ponerse de pie, amedrentados por la presencia de Cayo Julio. El niño se reía a carcajadas observando la confusión de los esclavos. 

  - ¿Y tú, ocioso, por qué estás ahí parado? –preguntó pequeño Cayo a Filipo. Así se llamaba el esclavo tracio. –Ahuyenta a los cuervos inmediatamente. 

  Filipo se apresuró a cumplir la orden del pequeño amo. Los cuervos, sin cesar de graznar, abandonaron el viñedo con una evidente desgana. 

  - Ahora puedes comer las uvas –ordenó Cayo a su esclavo, señalando con su mano fina y bronceada los racimos picoteados por los pájaros.

  - No me atrevo –asustado, respondió Filipo. 

  - Te permito que pruebes las uvas como recompensa por tu trabajo –dijo el niño con un cierto aire de majestuosidad– ¡Vamos, come rápido antes de que me enoje! –gritó, propinando un puntapié al esclavo.  

  Filipo recogió del suelo los racimos sucios y picoteados por los cuervos. Obediente, masticaba y tragaba unos granos tan agrios que le hicieron verter lágrimas. Cayo miraba al musculoso tracio, reflexionando sobre lo agradable que era dar órdenes y notar la obediencia de aquellos que eran mucho más grandes y fuertes que él.

  - Arranca unas cuantas hojas de parra –dijo finalmente el niño al esclavo–. Mi hermana hará de ellas una hermosa corona, como la del dios Baco.

  Obediente, Filipo recolectó unas hojas de сolor verde y brillante y de formas bellas y fantasiosas. Aún tenía en la boca esa acida y ardiente sensación que dejaron las uvas. Cayo saltó hábilmente sobre la silla de montar y golpeó al caballo con un pequeño látigo, ricamente ornamentado. El animal comenzó un rápido galopar, y Filipo, aferrado a un puñado de hojas de parra, se apresuró detrás de su amo.

 

***

  Un ancho camino sombreado por cipreses y pinos conducía a una majestuosa villa. Cayo bajó del caballo y arrojó las riendas a los esclavos que acudieron en su ayuda. El niño, saltando de alegría, se dirigió directamente al jardín. 

  Sobre un bien cuidado césped se erguía una cama hecha de nogal y cubierta por telas costosas. Agripina, enfundada en una túnica de fina lana de color azafrán, se hallaba perezosamente recostada sobre la cama, disfrutando del cálido sol. Unos  cuantos diamantes adornaban su diadema dorada, proporcionando un delicado brillo al pelo negro de la matrona. Después de haber dado a luz a ocho hijos, ella algo subió de peso, pero aún se consideraba majestuosamente hermosa. Era la nieta del emperador Octaviano Augusto y esposa del general Germánico. Cayo corrió veloz hacia su madre.

  - ¿Dónde has estado?– preguntó Agripina, besando al hijo.

  - En el viñedo. Observaba el trabajo de los esclavos –respondió el niño, acurrucándose  contra su madre.

  - ¿Estudiaste hoy? –seguía preguntando Agripina.

  - Sí– mintió Cayo.             

  - ¿Qué estudiaste? –con curiosidad volvió a preguntar la madre.

  Cayo pensó un poco y respondió cautelosamente:

  - Los Comentarios de César sobre la guerra de las Galias. 

  - ¡Eso es genial! –se regocijó la madre ingenuamente–. Aprende del gran César. Tú también algún día te convertirás en emperador. ¡Sé sabio, inteligente y justo, como César, mi pequeño Calígula!

  De repente Agripina guardó silencio, asombrada por sus propias palabras. "Tú también, algún día te convertirás en emperador..." –distraída, dijo ella. Y no había pensado en que  tenía dos hijos varones más: Druso y Nerón, ambos mayores que Cayo. Y este se convertiría en emperador solo si sucediera alguna desgracia a los hijos mayores de Germánico...




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