Las noches de Calígula

Capítulo II. Las hermanas

  Un pequeño mirador, rodeado por las plantas enredaderas, se reflejaba en el agua oscura del estanque. Olía a cieno. Un olor extraño, pero inexplicadamente atractivo para Calígula. Él divisó desde lejos entre las esbeltas columnas del mirador a una niña de cabello oscuro, vestida de túnica azul, y corrió hacia ella.

  - Hola, hermana –saludó a la niña.

  - Hola, hermano –respondió Julia Agripina, quien había recibido el nombre en honor de su madre. Se la llamaba Agripina la Menor para distinguirla de la madre, Agripina la Mayor.

  La pequeña Agripina se sentó cómodamente en una silla. Sus expresivos ojos grises verdosos, ligeramente elevados con respecto a sus sienes, le daban un aspecto felino, elegante y astuto al mismo tiempo. Una joven esclava germana, sentada sobre el piso de mosaico del belvedere, lentamente movía un abanicó hecho de plumas de pavo real. La otra, una africana que se llamaba Jatsún y fue traída desde la lejana Nubia, trenzaba el pelo castaño de la pequeña ama en finas trenzas.

  - ¿Por qué tienes tantas trenzas? –preguntó  Calígula, con asombro observando la cabeza de su hermana.

  - Quiero parecer a la reina Cleopatra, la que cautivó a César –respondió Agripina la Menor con coquetería algo prematura para su edad. Era dos años menor que Caligúla.

  - ¿A qué César quieres seducir? –Calígula se burló de ella– ¿A nuestro abuelo Tiberio? Pero ya es viejo y el pus sale de sus pálidos ojos…

  - ¡Púdrete en el reino de Plutón, estúpido! –se enojó Agripina– ¡Que el can de tres cabezas te destripe!

  - No te enojes, hermanita –dijo Calígula en tono conciliatorio–. No quise ofenderte. Vine a pedirte un favor.

  - ¿Qué quieres? –preguntó la pequeña Agripina.

  - Que me hagas una corona de hojas de parra.

  Calígula hizo un gesto a Filipo, quien se acercó torpemente llevando en las manos un montón de hojas.

  - ¿Y eso para qué? –sorprendida, preguntó la hermana.

  - Una corona así adorna la estatua del dios Baco en el templo de Anzio –explicó Calígula.

  - ¿Quieres parecer al dios Baco? –Agripina se rio, mostrando dientes brillantes. Y, entrecerrando los ojos como una serpiente preparada para un ataque, agregó: – Con una tez tan blanca y delicada y unos brazos tan delgados como los tuyos, te pareces más a Ganimedes. ¿Sabes quién es Ganimedes? 

  Calígula, ofendido, tardó en responder. Sabía quién era Ganimedes. Un niño que servía vino y ambrosía en la copa de Júpiter. Los dioses de ambos sexos acariciaban fugazmente a aquel chico guapo de pelo rizado en las fiestas del Monte Olimpo. Su mentor, Marco Lolio, había narrado a su alumno esas historias. Cayo Julio César Calígula siempre escuchaba tales lecciones con mucha atención. Pero ¿cómo conocía la pequeña Agripina todo aquello?  

  El niño optó por alejarse de la hermana. Y le gritó desde la prudente distancia:

  - ¡Arpía!   

  - ¡Maldito monstruo! –Agripina inmediatamente respondió con otro insulto.

  Julia Drusila, otra hermana de Calígula, se hallaba recostada entre las rosas en el rincón más alejado del jardín. Era una niña de apenas seis años y se divertía observando una mariposa posada sobre un pétalo blanco de una rosa.   

  - Te he estado buscando, hermanita –alegremente exclamó Calígula al verla.

  Julia Drusila reposaba sobre un codo, y sin cambiar de postura miró a su hermano con una sonrisa. Calígula se sentó en la hierba junto a ella.

  - Acabo de pelearme con Agripina –dijo.

  - Agripina es mala –contestó Drusila.

  - Pero tú eres buena y te quiero mucho. ¿Me harás una corona de las hojas de parra como la del Baco?

  - Por supuesto –respondió la niña con entusiasmo.

  El esclavo Filipo, que  calladamente seguía a su joven amo, depositó las hojas sobre la hierba. De inmediato Julia Drusila comenzó a ensamblar aquellas grandes hojas, entrelazando cuidadosamente sus flexibles pecíolos verdes.  

  - Si algún día llego a ser emperador, desterraré a Agripina a Germania o a alguna otra tierra lejana, y a ti te concederé el título de Augusta –dijo Cayo, siguiendo con la mirada los hábiles movimientos de las manos de Drusila.  

  La niña respondió con una sonrisa. Una ligera brisa agitaba el cabello cobrizo de la pequeña Julia Drusila. Sus ojos verdes brillaban intensamente. Calígula abrazó a su hermana y de súbito la besó en la mejilla. Drusila, asustada, se estremeció. Pero luego se rio de alegría  y colocó la corona recién hecha sobre la cabeza de Calígula.        




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