Tras recuperarse un poco, Calígula salió en busca de aventuras. Caminó hacia el extremo opuesto de la enorme nave, evitando pasar al lado de los legionarios. Aquellos hombres rudos y ruidosos se divertían jugando dados y cantando canciones obscenas. A veces se explotaban en una estrambótica risa, y Calígula pensaba que los soldados se burlaban de él. El orgullo del niño estaba herido y el odio llenaba su corazón.
Calígula bajó por una escalera de madera. Un amplio y oscuro espacio debajo de la cubierta estaba repleto de bancos de madera en tres niveles, a los que los remeros estaban encadenados con pesadas cadenas oxidadas por la humedad. Tres hombres miserables y exhaustos por cada remo. Un cómitre marcaba el ritmo, tocando un enorme tambor cubierto de piel de cabra. Cada golpe correspondía a un movimiento de remos. Un capataz con un enorme látigo en la mano recorría sin parar por el largo y estrecho pasillo entre los banquillos. Cuando algún remero flojeaba, el látigo cubierto de púas caía instantáneamente sobre la espalda u hombros desnudos del infeliz.
Calígula, saltando en una pierna, avanzó por el pasillo observando fijamente las caras de los remeros. Había esclavos de piel negra de lejanos países que se encontraban al sur de Egipto; hombres barbaros del norte de pelo rubio y ojos azules; habitantes de las tierras de Oriente de brillantes ojos negros y piel de olivo. Pero todos ellos han tenido que olvidar su Patria: las cálidas arenas del desierto o la frescura de los inmensos bosques de robles, las interminables estepas o las ciudades rodeadas de muros de terracota y esbeltas palmeras. Ahora sólo conocían las saladas brisas marinas, el olor a algas y los chillidos de las gaviotas hambrientas. También los ritmos de tambor, los latigazos y la desesperanza.
De repente Cayo se detuvo. Entre la multitud de esclavos desconocidos, tan diferentes y a la vez tan similares, Calígula reconoció al tipo de barba rubia, aquel que se había reído del niño cuando éste se ahogaba. El esclavo se hallaba sentado en el nivel inferior, cerca del agujero ovalado, por el que había observado a Calígula durante un breve e inesperado descanso.
Calígula se dirigió hacia él, caminando hábilmente como un mono, pisoteando espaldas desnudas, cabezas piojosas y manos encadenadas de remeros.
- ¿De dónde eres? –preguntó el niño, mirando la cara del bárbaro, desfigurada por una enorme cicatriz. El esclavo guardó silencio. Sus sucias manos con uñas mordidas estaban clavadas al remo, y sus piernas encadenadas al banquillo.
- Pregunté de dónde eres ¿No entiendes mis palabras? –bruscamente gritó Calígula en un súbito ataque de odio.
El esclavo entendía el latín. Se había visto obligado a aprender latín en contra de su voluntad. Pero no quería responder al insolente niño, hijo y nieto de los romanos, que en su infinita soberbia se proclamaron dueños del mundo. Después de todo, el esclavo también tenía su orgullo en aquellos días cuando aún estaba libre. Y ahora este orgullo ya olvidado hizo que el esclavo apretara fuertemente sus labios y guardara silencio.
De súbito, un fuerte golpe estalló sobre los hombros bronceados del esclavo. El látigo de púas ha dejado muchos rasguños sangrientos en su espalda. El golpe había sido proporcionado por el capataz, quien ahora se encontraba al lado del infeliz y le observaba con cierta altanería.
- ¡Responde cuando el nieto de César te pregunta! –ordenó el capataz al bárbaro.
- Soy de Escitia, –respondió el bárbaro, retorciéndose de odio, como siempre cuando estaba obligado de hablar en latín.
Calígula sonrió satisfecho. Era un chico débil y consciente de su debilidad. Y por eso quería inspirar miedo y respeto. La intervención del capataz había sido muy oportuna. El miedo brillaba en los ojos grises del remero. Pero no era el miedo a la muerte, sino más bien, a la tortura que podía precederla.
Cayo sacó un pequeño cuchillo afilado de una funda que colgaba de su cinturón y acercó la hoja afilada al musculoso antebrazo del escita. De inmediato, un surco de sangre roja fluyó desde la herida. El esclavo se estremeció de dolor y gimió apretando los dientes.
- ¿Te dolió? –preguntó el niño.
El remero no respondió, pero sus fuertemente apretados labios adquirieron un color blanquecino.
- No tienes que responder. Ya sé que te dolió. Eres un bárbaro salvaje, pero sientes dolor, como todas las personas –dijo el niño en un tono vengativo.
Con una sonrisa traviesa Calígula acercó su rostro al el del esclavo y susurró:
- Esto lo tienes por haberte reído de mí. ¡Nadie se atreve a burlarse del nieto del emperador!
***
La venganza le dejó satisfecho. Sin embargo, seguía siendo resentido. Se aisló en la tienda hasta el atardecer. Solamente en la noche se atrevió a salir de nuevo a la cubierta. Inclinándose sobre la borda de la nave, Calígula con tristeza observaba la profundidad del mar. Una enorme lámpara de aceite colgaba de la proa arqueada de la galera y dejaba reflejo titilante sobre la superficie del agua.
- ¿Qué buscas en el agua, hermano? –escuchó de repente una voz que sonaba como una campanita.
Cayo volteó bruscamente. Agripina la Menor estaba parada a su lado, temblando por el frescor de la noche.