Las Oscuras Aventuras De La Siniestra Cindy

EL EXTRAÑO CASO DE LA JOVEN CINDY

EL EXTRAÑO CASO DE LA JOVEN CINDY

Del misterioso y escalofriante “Síndrome de Morfeo”

 

La historia que se va a relatar en estas páginas ocurrió en una ciudad como cualquier otra, con gente común y corriente como la que vive en cualquier condado. Es curioso cómo el destino juega con las vidas y las extingue de un día para otro. Una vez se dijo que se debe vivir cada día como si fuera el último de la vida, pues el destino es terrible y el azar trae tanto fortuna como tragedia a cualquier persona, él no distingue entre ricos y pobres, ni entre jóvenes y viejos. Todos somos iguales ante el infame capricho de la casualidad.

La historia de la que vamos a hablar ocurrió a una hermosa muchacha adolescente llamada Cindy[1], una chica como cualquier otra. No era la más inteligente ni la más hermosa, ni la más fuerte ni la más valiente. Una chica normal, como vuestras amigas, o quizás una compañera de clases. Como ocurrió a ella, pudiere ocurrir (Dios no lo quiera) a una hermana, a una hija o quizás a la hija de algún vecino.

Una mañana como cualquier otra, la joven Cindy se levantó de su lecho rosado, se miró al espejo, y trató de esbozar una sonrisa, pero el espejo le devolvió una mueca torcida, y una ligera herida se abrió junto a sus labios. Miró sus ojos que estaban rojos y vidriosos, y su piel pálida como algodón en el espejo. Trató de tomar su cepillo de dientes, pero sus manos no tenían suficiente tacto. Abrió la boca y miró su lengua, que estaba seca. Su reacción no se hizo esperar.

–¡Oh no!– dijo para sí misma –¡Estoy enferma! ¡Mejor voy al médico!

Antes de salir miró su pecera. Su hermosa tortuga[2] bebé, Winston, nadaba apresurada para después descansar sobre su roca. El agua estaba de un color azul claro, ella misma la había cambiado hacía tres días. Metió su dedo en el agua para ver que esta no estuviera muy caliente, pero no fue capaz de sentir el líquido. Echó algunas croquetas para tortuga al agua y subió la temperatura del regulador al máximo.

Le costó mucho trabajo vestirse sin poder sentir su propia piel. Se colocó como pudo su falda y su blusa rosada con un estampado de corazones. Decidió no arriesgarse a ponerse aretes, collares, brazaletes o cualquier cosa que pudiera cortar su ya lastimada y marchita piel, aunque le hubiera gustado que eso sucediera, para asegurarse de que aún podía sentir dolor. Era extraño, su cuerpo se movía torpemente, pero no tenía sensación alguna. Cuando creyó estar lista para salir, intentó caminar y cayó al suelo. Su pie no había entrado del todo en su zapatilla, pues había una media adentro y ella no lo había notado.

Salió a la calle evitando que la gente mirara su rostro, pero nunca es fácil que una chica linda pase desapercibida en la calle. Normalmente la gente la admiraba al pasar, pero aquella mañana, en vez de saludarla desde lejos con una sonrisa, sólo la miraban de reojo sin sonreír. ¿Era posible que supieran que algo andaba mal con ella?

Llegó al consultorio del médico de la familia. Un hombre confiable de edad avanzada, a quien Cindy ya había conocido con la cabeza calva y cejas canosas, y creía totalmente que el pobre hombre había nacido ya viejo. En la actualidad, recordó, ya estaba un poco senil, pero aún era muy confiable, y era una de las pocas personas en quienes confiaba por encima de sus propios padres. Ella ya lo había visitado sola en dos ocasiones. La primera, en su ignorancia del funcionamiento de su cuerpo, al alarmarse por las repentinas funciones corporales de la adolescencia. La segunda, en un intento de obtener una receta para no hacer la prueba de gimnasia.

Ya en el consultorio, Cindy tomó asiento en uno de los sillones y esperó su turno. Observó sus propias piernas bajo su falda, que por alguna razón se habían ennegrecido, y las cubrió al percatarse que un muchacho cercano a ella también lo había notado. Cuando llegó su turno, se sintió aliviada, sin saber que en pocos minutos su vida cambiaría para siempre.

–¡Dígame qué tengo, doctor!– suplicó la dulce joven.

–Siéntese, por favor– dijo el médico, tomando asiento y revolviendo las hojas que marcaban los resultados –El resultado del chequeo médico está listo y los resultados muestran que usted no tiene nada.

–¿Quiere decir que estoy bien?

–¡No! ¡En absoluto!– respondió con la voz quebrada, con la misma inquietud con la que vería un salpullido infeccioso –¡Quise decir que usted no tiene nada! ¡No tiene pulso, no tiene latidos ni reaccionan sus pupilas!

–¿Y eso es malo?

El doctor se quitó las gafas y las limpió con un pequeño trapo. Entendía perfectamente que en su ansiedad, la joven hiciera preguntas que resaltaban lo obvio, pero aún así, aquello lo había tomado por sorpresa.

–Eso, señorita, se conoce en el término médico como Rigor Mortis[3]. Es un estado en el cuál ya no hay funciones vitales.

–¿Y qué significa eso?

–Que usted tiene por lo menos siete horas de haber fallecido.

La niña siguió mirando fijamente al doctor, pero este no le devolvía la mirada. Sólo seguía limpiando sus gafas ya pulcras, como si no deseara hacer otra cosa más en el mundo.




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