Hacía cuatro días que no veía a su padre, y cinco horas que no veía a su madre, las que hacía, desde que salió del pueblo donde vivían. Le daba miedo pensar en su padre, lo que le podía pasar. De vez en cuando apretaba fuerte los ojos mientras pensaba en ello, creía que así se le borraría la imagen de lo que sucedió. Debía recordar todo lo que le dijo su madre, para cuando llegara a Les, el pueblo donde vivía su tío Alberto. Betlan, el pueblo donde dejó a su madre, es minúsculo, formado por pocas casas pequeñas, que rodeaban a una gran plaza, en ella se albergaba la iglesia parroquial. Se encuentra en un maravilloso marco natural de campos de cultivos, grandes valles e imponentes montañas. Se acordaba de cuando él era pequeño y su padre se pasaba días, incluso meses, fuera de casa. Luego volvía y le contaba historias de antes de la guerra, y de la guerra, y otras veces, la historia era la de su padre, de lo que había pasado en los montes. Pero él no podía quitarse de la cabeza lo que vio antes de salir de su casa. Aquel día alguien llamó a la puerta, la aporreó impacientemente, hasta hacer vibrar la pared. Leonor se sobresaltó, le dio un vuelco el corazón, no esperaba a nadie. Se tranquilizó al pensar que Felipe estaba en la habitación de arriba, que a esa hora siempre daba una cabezada hasta la hora de comer, pues antes del salir el sol, él ya hacía rato que andaba por el huerto. Leonor se apresuró a abrir. Cuando abrió la puerta, una sombra le empujó con excesiva brutalidad al interior de la casa, propinándole al mismo tiempo un bofetón, antes que el cuerpo cayera al suelo abatida. — Donde está el cabrón de tu marido - preguntó el hombre encapuchado, mientras dos hombres, también encapuchados, se acercaban a ella por detrás. Ella, con la mano en la cara, movía la cabeza de un lado a otro sin reaccionar. Al momento se oyó como precipitadamente, alguien corría por el piso de arriba, llegaba hasta las escaleras, las saltaba, y antes que los tres encapuchados reaccionaran, se abalanzó sobre dos de ellos, uno recibió un puñetazo en la cara y el segundo encajó en el riñón el codo de Felipe, dejándolos en el suelo. El tercero lo vio venir, y antes que pudiera arremeter una patada contra él, este lo dejó inconsciente a consecuencia de una batería de puñetazos y patadas, Felipe no pudo hacer nada para esquivarlos. Los dos primero, medio aturdidos, se unieron a la paliza, con otra tanda de patadas y puñetazos, que retorcían su cuerpo con cada golpe. — Dejarlo,! Basta ya!, por favor… — Leonor lloraba desesperadamente, gritaba de dolor. Arrastrándose, como pudo, se acercó al cuerpo de su marido, que yacía inerte en medio del comedor. Entonces ella recibió una patada, la última, que se le hundió en el estómago, calló, dejó de llorar, dejó de moverse. Noto el sabor metálico de su sangre. Solo dos lágrimas quedaron recorriendo sus mejillas, dos segundos antes de que se desmayara. — Vamos, vamos, cogerle de las piernas - gritaba el primero de los encapuchados, mientras le ponía un saco en la cabeza, para taparle el rostro. Lo arrastraron por el suelo hasta la puerta, que aún permanecía abierta. Lo metieron en la parte de atrás de un coche, en el suelo. Ahora Felipe era un amasijo de trapos y sangre. Uno se puso al volante, arrancó el vehículo, inició la marcha, pero paró al instante. — Qué pasa ahora, por qué paras - le recriminaron los dos atrás. — El niño, creí ver a un crío - los tres miraron hacia atrás, y no vieron a nadie. El coche aceleró y en pocos segundos desapareció. Nart vio la escena, como si se tratara de una película, como arrastraban a su padre, como se lo llevaban. Antes de que pudieran verlo se pudo esconder, no lo vieron, entonces él corrió hasta casa para saber qué había pasado. Leonor ya había abierto los ojos, sin ver. Oía la voz de Nart, su llanto y atinó a decir - Nart, ve a la casa de Soledad y dile que venga - Nart se ponía triste cuando se acordaba de aquella escena. Recordaba cada una de sus arrugas, de sus manchas de sangre, cuando lo tiraron al coche. — ¡Soy hijo de Felipe!, seré como mi padre y lucharé contra los malos del pueblo!. Pensaba mientras observaba el agua brava del río Garona, este se iba alejando a medida que Nart se acercaba más a la cascada de Uelhs deth Juèu, que parecía ser vomitada desde las entrañas de las rocas. Él no había oído hablar nunca de esas cascadas. Descansó un momento, en una barandilla, desde la cual se veía por donde bajaba el caudal. Un balcón protegido con maderas y piedras, cubiertas de musgo húmedo que se dejaba ver donde empezaba el río Joèu. Era un lugar precioso de árboles altos, apenas llegaba a ver el final de los majestuosos cuerpos de troncos milenarios, eternos e impasibles, testigos mudos de Los Ojos del Diablo. Es el nombre de la cascada de aguas que se escondían de los glaciares de las montañas y reaparecían en forma de múltiples chorros. La barriga le indicaba a gritos que era el momento de abrir el bocadillo, se suponía que quedaría poco menos de hora y media para llegar al pueblo de Les.