Ya lo decía su madre - sin papá tú eres el hombre de la casa, pero un hombre pequeño - Nart pensaba qué era mucho mejor eso, que ser el niño pequeño de la casa. También era el hombre de la casa cuando no estaba su tío. Eso decía su tía Agnés. Aún así, le mandaba hacer todo tipo de tareas. Mandaba a su manera, pero la quería mucho, sin ella él no sabría qué hacer.
Luego en la calle todo eso daba igual, porque Nart era el sobrino de Alberto, el niño de las postales. Era lo que contestó su tío cuando le preguntaron quién era ese niño - es mi sobrino, el crío dibuja muy bien, llegará lejos con eso. De momento mi mujer hará un hombre de él -
Como todas las mañana seguía yendo a la botiga. Esperaba a Javier, repasaba los pedidos, escribía el nombre en los periódicos, colocaba el pan, la alimentación, toda la rutina creada con los días. La revista en Blanco y Negro cada vez le parecía más interesante. Si no le daba tiempo a verla, Moisés se iba y volvía al rato, siempre con sus seis pesetas.
- Esta tarde si quieres, haremos unas fotos y te enseñaré a revelarlas- le dijo - te espero en la plaza, ¿a las seis? - preguntó.
- Allí estaré señor Moisés -
Se quedó colocando, cada uno en su sitio, los sacos de legumbres que se encontraban al final del pasillo de la botiga, pegándolos junto a la pared. De pronto se percató que un haz de luz se proyectaba en uno de los sacos. No podía ser de la luz que entraba desde la calle, la botiga era muy larga y la claridad solo llegaba hasta la mitad del pasillo. En esos momentos, la única bombilla colgada del techo estaba apagada. Buscó con la mirada de dónde salía aquella fina luz amarillenta. Vio como una débil claridad salía de los bordes de una de las placas que cubrían, como adorno, todo el techo. Curioso, subió a un taburete, empujó y apartó la placa del falso techo, hasta dejar al descubierto una escalera plegable que daba a un desván. Estiró y la escalera cayó hasta el suelo. Subió con sigilo, no sabía que se encontraría allí arriba. El suelo estaba muy limpio, demasiado, apenas había polvo. Sus rodillas tocaron una bolsa de plástico llena de papeles, la apartó y levantó la vista. Estaba ante una sala grande, con una columna a cada lado de las paredes, y al final una pequeña ventana sin puertas, solo unos pequeños cristales amarillos. De ellos entraba una luz tenue que se derramaba sobre toda la estancia. Una lámpara de araña, como único medio de iluminación, colgaba justo en el centro, encima de un escritorio de mármol, con dos latas de “Cola Cao”, como única finalidad de albergar papeles, lápices, abrecartas y material de escritorio. En una esquina había montones de cajas de cartón llenas de libretas y archivadores. El miedo lo paralizó, dudaba si mirar qué había en aquellas cajas, o si era mejor volver a subir otro día, su tío no tardaría en llegar. Su reloj marcaba las once, mejor salir pitando de allí. Volvió a colocar la escalera y la placa del techo. Bajó del taburete y se aseguró de dejarlo todo como estaba.