La pequeña brasa del cigarrillo se avivó cuando entró en contacto con la alfombra de piel. Una delgada línea de fuego se abrió camino con lentitud, desprendiendo apenas un humo blanco de olor inexplicable.
La brasa comenzó a consumir el resto del cigarrillo, haciendo aumentar el remolino de fuego entre los pelos de la alfombra.
Arrugó la nariz, se giró hacia el otro lado de la cama, y se estiró con satisfacción. De pronto la puerta se abrió.
-¡Alteza!
Silencio.
-¡Alteza, por favor despierte!
-¿Qué mierda pasa? -se quejó, arrojando una almohada a su sirvienta.
-¡Nick! ¡Nick, ven, apaga el fuego!
-¿Qué? ¿Qué fuego? -abrió los ojos, su sirvienta la sentó en la cama, envolviéndola en el edredón y aconsejándole que no respirara rápidamente. Su alfombra ardía, uno de los cortinados también. Le pareció sentir un olor extraño, pero no imaginó esto.
Nick entró armado con un cubo de agua que arrojó sobre la cortina, pero ya dos empleados más que estaban dentro de la habitación gritaron que no sería suficiente.
-¡Salgan todos! ¿Qué hacen aquí sin mi permiso?
-Pero su Alteza...
-¡Fuera!
No pudo seguir protestando, Nick y uno más la sacaron de la cama y la dejaron en el pasillo, donde se amontonaban más empleados asustados. Uno de ellos tomó su teléfono y llamó a los bomberos.
-¡Si no vienen enseguida arderá todo el palacio!
-No es para tanto, apenas un poco de humo. ¡Vamos, salgan todos, quiero seguir durmiendo!
Se abrió paso hacia sus aposentos reales, se disponía a entrar cuando todo el pesado cortinado que ardía, cayó sobre su cama. Los gritos fueron ensordecedores, ella entró para recuperar sus pertenencias, pero Nick nuevamente la arrastró afuera.
-Lo siento su Alteza, pero ante todo está su seguridad.
Se zafó repartiendo patadas a todos, entró nuevamente al infierno que ya era su habitación, en vano trató de llegar a los muebles para sacar los cajones llenos de fotos y papeles. Todo ardía y el humo era irrespirable.
Alguien la empujó, cayó al suelo, y sobre ella pasaron con sus botas unos cinco bomberos, además de una pesada manguera. Nick la levantó, esta vez gritándole cosas en sus orejas, cosas que nunca se hubiera animado a decirle en circunstancias normales: que estaba loca, que no debía hacerse la valiente, que todo era por su culpa.
Planeó acusarlo ante su padre. Nick hacía años que trabajaba para ellos, pero la había llamado loca y era motivo suficiente para despedirlo sin un centavo. Pero su estrategia salió mal. Su padre lo felicitó y a ella la mandó con su madre por un mes, hasta que estuviera recuperado del enojo que su hija le había causado.
Carmín contaba 25 años y días, era la heredera del trono de Miterrand, un pequeño país que nadie tenía en cuenta desde siglos pero que mantenía estrictas tradiciones, como la monarquía. Su padre, el rey Juan Eduardo, era quien más años llevaba con la corona sobre su cabeza, aún después de casarse y divorciarse dos años después de Emilia Clarence, una copera que conoció en un bar de mala muerte cuando él era un joven que gustaba escapar del palacio y pasar desapercibido.
La boda fue un escándalo y el divorcio también, pero nada de esto afectó el prestigio que ganó en los años posteriores gracias a su honestidad y diplomacia. Lo único que hacía mella en su vida de monarca, era su hija. Carmín no tenía nombre de reina y tampoco actitudes. Los medios la calificaban como el fiel reflejo de su madre, algo que la enojaba ya que odiaba a su madre. Ante sus ojos, Emilia era una ramera a la que poco veía, que vivía del dinero del divorcio y que tenía tanta ostentación que pasaba por grosera.
Sin embargo, Carmín era bastante parecida. Aunque pasó su vida entre palacios, concurriendo a los mejores colegios y educándose como futura soberana, gastaba el dinero en excentricidades, maltrataba empleados, dejó cuatro carreras universitarias, estuvo al límite de faltas en la escuela secundaria, tenía dos ingresos a la comisaría, y se comentaba que su amiga Jenna era más que eso. Tomaba, fumaba, se drogaba en exceso, y hasta robó una tienda. Era de todo, menos la princesa que su padre deseaba que fuera.
Después de pasar el mes de castigo en la mansión que Emilia tenía en Miami, Carmín regresó a Miterrand, quejándose del frío europeo, y ordenando que las tiendas de ropa más importantes cerraran para que ella pudiera ir a comprar nuevos abrigos sin ser acosada por la gente.
-Bienvenida, hija -su padre sonrió detrás del escritorio.
-Ah sí, claro. Ahora me dices bienvenida. ¿Por qué se te ocurrió mandarme con ella? Sabes que la odio, estuvo todo el tiempo hablándome y sus caniches quieren jugar todo el día y rompieron mis sandalias. Odio todo lo que ella representa. La próxima vez, cumpliré cualquier castigo antes que volver a verla.
-¿Cualquier castigo? -Juan Eduardo cruzó los dedos, con las manos apoyadas en la madera oscura del escritorio.
-Si, cualquier cosa es mejor.
-¿Segura?
-Claro que sí, papá -respondió ofuscada. Juan Eduardo sonrió.
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Editado: 13.09.2022