Las Promesas Que Te Hice

EL ÁNGEL Y SUS DEMONIOS

HACIENDA “EL AMANECER” — SAINT ÈMILION (FRANCIA)

Cuando la familia Willemberg retornó nuevamente al "Amanecer”, el joven Siegfried se dirigió hasta su habitación para poder descansar un poco, pero allí sorpresivamente se encontró a la joven Leyla. En la habitación del chico ella había acomodado todas sus pertenencias, moviendo de lugar gran parte de sus pertenencias para que todo encajara de acuerdo a los gustos de ella.

Leyla yacía recostada sobre la cama de Siegfried y pensó el joven al instante de verla que por nada del mundo dejaría que permaneciera siquiera un minuto más en su habitación. El chico poseía planes inmediatos para Leyla ni bien llegaran a la hacienda, sin embargo tras enterarse de que su abuelo yacía en el hospital, no le dio tiempo de proceder y ordenar a los empleados que llevaran a la chica hasta el que sería su verdadero lugar.

Al verla, su reacción inmediata debiera ser sacarla así fuera a rastras de su dormitorio para llevarla a la de ella. No le hubiese costado nada respirar profundo y hacer tal cosa para luego llamar a Cecil y pedirle que con ayuda de otros dos empleados trasladaran todas las pertenencias de Leyla, sin embargo lo que percibieron sus ojos ni bien ingresó al lugar, invocó de nuevo a todos esos demonios que no hacían más que llenarlo de ira incontrolable.

Aquella fotografía de él junto a su pequeño ángel qué le había obsequiado su madre, no se encontraba sobre el buró junto a su cama. En su lugar, dentro del mismo portarretrato, yacía una foto de Leyla junto a Siegfried.

— Ni siquiera permitiste que nos tomaran un par de fotografías el día de nuestro casamiento, para tenerlos de recuerdo. ¡Pero mira! Teníamos una fotografía, juntos del cumpleaños de mi hermano Joshua. ¿La recuerdas? —le dijo la joven, tentando a la inminente reacción del chico—

— Te hice una pregunta, Leyla —volvió a decir aún más exaltado, levantándola de un brazo— ¿Dónde está mi fotografía?

— Donde debe —contestó la chica— Hecha trizas dentro del tarro de basuras.

Jan Siegfried la soltó y fue a ver el tarro de basuras. Efectivamente la fotografía se encontraba dentro del mismo, partida en pedazos.

Consumido por incontables sentimientos, recogió los pedazos de la la fotografía entre lágrimas de tristeza y a la vez de odio infinito que brotaban de sus ojos.

— ¡Eres una maldita, Leyla!

— La única maldición aquí eres tú. Pero no te preocupes mi amor. Yo te amo y te amaré siempre así como eres. En cuanto a esa fotografía, ya no debe significar nada para ti. ¿Pensabas acaso que yo toleraría esa imagen sobre el buró junto a nuestra cama? Cómo sea y del modo que sea te sacarás de la cabeza a esa ni…

— ¡Cierra la boca, Leyla! —vociferó el joven, colocando la mano en el cuello de la chica— Yo voy a soltar esa maldita lengua venenosa que tienes.

Cómo el fuego del infierno, sus ojos se encendieron de odio. Aquel no era Jan Siegfried, el chico que intentaba sobrevivir en un mundo que no le pertenecía. Era Azkeel, enviado de regreso a la tierra por el jefe y protector de las almas, cómo descendiente del mal. Capaz de dañar sin la mínima contemplación.

La joven fue impulsada contra la pared y allí Azkeel se vio dispuesto a matarla para deshacerse de ella de una vez por todas como no había podido hacerlo antes.

Los cielos estaban enfurecidos y el viento traía consigo la furia y la tempestad. Las ventanas tambaleaban incesantes de par en par. Los vidrios caían a trizas por los suelos, y en las afueras de la hacienda todo era oscuridad.

— Azkeel… —oyó nuevamente a lo lejos aquella voz salvadora. Sin embargo él la ignoró—

— Voy a matarte. Voy a acabar contigo. ¡Muere de una vez por todas! ¡Muere!

En un último grito despiadado de Azkeel, una fuerza extraña, un impulso inexplicable lo arrastró hacia atrás, tumbándolo al suelo. La joven Leyla, completamente inconsciente, cayó al suelo también mientras que el joven yacía desvanecido a varios metros de la misma.

— ¡Mi bello príncipe Sigfrido! ¡Mi ángel de alas negras! —exclamó acariciando sus mejillas—

— ¡Mi ángel! ¿Estás aquí, Ohazia?

— Yo siempre estoy aquí contigo aunque a veces no me digas ni me sientas. ¿O será acaso que me ignoras? —preguntó recostándose junto a él, apoyando su cabeza contra el pecho del joven—

Azkeel no supo qué responder. Él oía la voz de su ángel todos los días y todas las noches. Ella era como los rayos del sol que le daban los buenos días cada mañana, y la eterna luna llena qué le daba las buenas noches en cada oscuridad.

Él sabía que ella siempre estaba a su lado, y eso lo llenaba de dicha y a la vez de todos los tormentos de su pasado.

— Yo no merezco nada bueno de ti, mi ángel. No merezco tu voz, no merezco tu presencia, no merezco una gota de tus cuidados, pero intento vivir sin ti y mi vida solo se convierte en una catástrofe.

— ¡No digas eso! ¡Tú mereces todo mi amor y toda mi protección, mi bello príncipe!

Con sus palabras y con un beso en la mejilla, Ohazia se despidió de Jan Siegfried y entonces el joven regresó. Despertó sobre la cama de su habitación, y junto a la misma, pudo observar la figura de su madre. La siempre angustiada Esther quién no se separó de su hijo hasta que este finalmente abriera los ojos.



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En el texto hay: fantasia, angeles, promesas

Editado: 10.02.2022

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