Habían pasado dos años. Dos años que, por momentos, se sintieron como una eternidad y, en otros, apenas como un parpadeo. El tiempo tenía esa manera extraña de estirarse y encogerse según la memoria que lo habitara.
Madrid seguía siendo la misma ciudad de siempre: bulliciosa, vibrante, repleta de turistas que fotografiaban cada esquina, de estudiantes que llenaban los bares al salir de clase, de oficinistas apurados que cruzaban la Gran Vía con el celular en la mano. Los atardeceres seguían tiñéndose de oro sobre los tejados, las terrazas continuaban desbordadas de conversaciones ajenas, y el metro mantenía su pulso inalterable bajo tierra.
Pero Miguel ya no era el mismo.
La vida lo había atravesado despacio, sin pausa, con esa manera silenciosa que tienen algunas tormentas de erosionar la piedra hasta darle otra forma. Se notaba en la forma en que caminaba más despacio, en el modo en que se quedaba mirando por la ventana cada noche, cuando Bautista ya dormía y la casa se llenaba de un silencio nuevo. Se notaba en la calma con la que respondía ahora a las preguntas difíciles, en la paciencia que le brotaba sin que la buscara. En el cansancio que se le colaba en los hombros, sí, pero también en la ternura incondicional que lo desbordaba cada vez que veía sonreír a su hijo.
Bautista tenía casi dos años. Caminaba con esa mezcla de decisión y torpeza que convierte cada paso en un milagro pequeño. A veces se tambaleaba y caía sobre el culo, riéndose como si hubiera descubierto un juego secreto; otras, avanzaba con una seguridad tan seria que a Miguel le nacía un orgullo inmenso y un miedo silencioso a la vez.
Ya empezaba a hablar con frases cortas, torpes, llenas de gracia. Convertía las palabras en juegos, las estiraba, las inventaba. Y cada vez que lo escuchaba, Miguel tenía la certeza de que el mundo era nuevo de nuevo, que nada estaba perdido mientras existieran voces así.
Tenía los ojos de Camila, oscuros y atentos. Pero la sonrisa… esa sonrisa era idéntica a la de Miguel. Y cuando se reía fuerte, con carcajadas abiertas, Miguel juraba ver en ella una chispa lejana, un recuerdo escondido, la voz de alguien que ya no estaba en su vida.
La convivencia con Camila había durado menos de lo que imaginaban. Apenas unos meses después del nacimiento de Bautista, todo se volvió insostenible. Las diferencias se hicieron abismos, los silencios se volvieron insoportables, y las discusiones pasaron de ser chispas aisladas a incendios cotidianos. Compartían el mismo techo, sí, pero no la misma vida. Miguel dormía en el sillón, Camila en la habitación, y entre ambos había un niño que no entendía por qué su casa estaba tan llena de ausencias.
La separación fue inevitable. Dolorosa, sí, como toda ruptura que arrastra promesas, pero necesaria. Hubo reclamos, lágrimas, noches sin dormir, abogados y un proceso legal que parecía no terminar nunca. Sin embargo, en medio de esa maraña de reproches, había algo que ambos repetían como un mantra: Bautista no cargaría con sus errores. Él merecía otra historia. Una más limpia.
Una tarde cualquiera, mientras Miguel lo alzaba para que mirara por la ventana los coches que pasaban, Bautista señaló el cielo con su manito pequeña.
—Papá —dijo, con esa voz grave que aún jugaba con las sílabas—. ¿Mamá?
Miguel tragó saliva.
—En su casa, amor. Y seguro te extraña mucho.
Bautista asintió con la seriedad solemne de los niños, como si entendiera todo. Después estiró los brazos hacia su oso de peluche y cambió de tema, pidiéndole jugar. Esa capacidad mágica de saltar del dolor al juego sin esfuerzo, pensó Miguel, era lo que lo salvaba a diario.
Lo abrazó más fuerte. A veces se preguntaba si estaba haciendo las cosas bien. Si podía ser suficiente. Si algún día su hijo comprendería por qué todo se había desmoronado antes siquiera de poder armarse.
Había noches en que lo acunaba mientras dormía y le prometía, en voz baja, que iba a intentar hacerlo mejor. Que por él iba a volver a creer en algo parecido a la esperanza. Que iba a sanar todo lo que aún le dolía. Incluso lo que nunca decía en voz alta.
Porque aunque había aprendido a convivir con la ausencia de Manuela, había momentos —breves, punzantes— en los que todavía la buscaba en lo cotidiano. En una canción que sonaba de fondo en un bar. En el olor del té de jazmín. En los nombres que no mencionaba cuando alguien le preguntaba por su historia.
No sabía nada de ella desde hacía tiempo. Sofía, cada tanto, le enviaba alguna noticia suelta: una foto grupal, una frase al pasar, un comentario sin demasiados detalles. Sabía que Manuela había recorrido el mundo con su mochila, que había estado en Lisboa, en Berlín, en Buenos Aires otra vez. Que se había recibido de psicóloga y que, según Sofía, estaba luminosa, como si por fin respirara sin pedir permiso.
Miguel sonreía cuando la imaginaba así. Y dolía. Dolía porque no estaba. Porque no podía contarle de Bautista. Porque no podía decirle cuánto la admiraba por haberse salvado a sí misma.
Pero en esa mezcla de nostalgia y deseo había aparecido algo nuevo: serenidad.
Ya no lo arrastraba la desesperación de antes. Ya no sangraba cada vez que la recordaba. Ahora era distinto: un eco suave, un reconocimiento, un amor que había mutado en otra cosa.
No estaba bien del todo. Pero ya no estaba roto. Y eso, pensó una noche mientras Bautista se acurrucaba contra su pecho, ya era muchísimo.
Hubo una tarde gris, lenta, en que Miguel encontró una vieja caja de recuerdos al limpiar un armario. Dentro había fotos desordenadas, cartas que nunca envió, entradas de cine, recibos amarillentos, y una servilleta doblada con la letra apurada de Manuela:
"No te olvides de reír, incluso cuando cueste."
La sostuvo largo rato entre los dedos, como si ese papel pudiera devolverle una voz. No sabía por qué la había guardado, pero ahora parecía tener un peso especial. Se sentó en el sillón, con la caja en las piernas, mientras Bautista dormía la siesta. El silencio de la casa tenía un carácter sagrado, como si todo lo invitara a escuchar lo que había callado demasiado tiempo.