Legado

I

En un solitario paraje rodeado por bosques majestuosos permanece la maestra Natalia Peralta, sentada a la sombra de un pequeño árbol que no supera los tres metros de altura y de cuyas ramas se desprende el refrescante roció que la relaja hasta el punto de casi perder la conciencia abstraída en un mundo de infinita quietud. Sin embargo, un súbito cambio en el ambiente que la rodea hace que se estremezca, causándole una repentina aflicción muy distinta a la producida por el dilema que la llevó a alejarse de todo y de todos para meditar al respecto en aquel diminuto claro, preguntándose una y otra vez si sería posible dejar atrás todo lo que conoce para marcharse rumbo a una desconocida ciudad siguiendo a quien cree amar. Esta nueva sensación no se relaciona con dicha duda, es algo más sombrío, quizás ajeno a su entender, pero imposible de pasar por alto. El cálido cobijo del sol parece desvanecerse mientras crece la sensación de angustia que oprime su pecho sin razón, en su mente solo logra evocar recuerdos carentes de lógica, imágenes de lugares que jamás visitó, de personas que jamás conoció, de funestos sucesos que nunca llegó a vivir. En poco tiempo se ve saturada por un sin fin de pensamientos abstractos y se levanta dispuesta a emprender el camino de vuelta al orfanato de San Sebastián, que le ha servido de hogar y sustento desde la niñez. Pero la irregularidad de sus pasos la obliga a tomar un camino desconocido que en cuestión de segundos le lleva hasta la ribera del rio Origo, en cuya orilla encuentra una extraña formación que a simple vista parece estar compuesta por un montón de hojas secas y ramas de árboles marchitos, pero que toma forma a medida que se acerca. El repulsivo aroma que emite dicho montículo obliga a la instructora a retroceder por un instante, tras el cual se aproxima aún más que antes notando en medio del fango la silueta de un rostro humano. Sin dudarlo continúa acercándose guiada por la lejana visión de muerte que se confirma en cuanto aparta del cuerpo inerte los desechos que lo cubrían y logra constatar que los restos pertenecen a un niño que no supera los diez años de edad, quien al parecer había fallecido varios días atrás.

No pierde un solo minuto, llevada por una esperanza ilusoria arrastra el cuerpo fuera del agua y busca con afán la forma de hacer que despierte, pero resulta inútil, tan solo es un despojo, el residuo de una trágica existencia.

Aún consternada se sienta junto al cuerpo, dándole la espalda para evitar ver su rostro demacrado al mismo tiempo que reflexiona con la mirada perdida en el vacío. Mientras permanece en este lugar intentando contener las lágrimas, el rio aumenta su caudal con las primeras gotas de lluvia de lo que promete ser una vasta tormenta. Es entonces cuando entiende que no puede quedarse allí por mucho tiempo, tiene que dar aviso, tiene que llevar la noticia a quien pueda ayudarle a llevar el cuerpo hasta el pueblo más cercano, donde ha de ser sepultado para que el alma inocente de quien no merecía ser víctima de la fatalidad logre descansar en paz. Empapada de pies a cabeza y agotada por haber llevado a cuestas tan enorme carga emocional la maestra se dispone a partir, pero en cuanto intenta levantarse el niño la toma por los hombros con un súbito movimiento obligándola a caer de espaldas para luego saltar sobre ella. El pequeño agresor repite una y otra vez frases ininteligibles, sin sentido alguno, manteniendo en todo momento sus ojos cerrados a la vez que valiéndose de sus manos presiona con fuerza descomunal el cuerpo de Natalia contra el suelo. El creciente pánico mengua las energías de la instructora, no puede moverse, no puede escapar, emite tenues gemidos llenos de sufrimiento que aumentan su intensidad a la par del nivel del rio. Antes de perder la conciencia lanza un grito ensordecedor que retumba en los alrededores al mismo tiempo que un estruendoso relámpago corta el firmamento eclipsando la súplica de la aterrorizada mujer, sembrando la duda entre quienes logran percibir el singular sonido.

Horas más tarde la maestra despierta en la enfermería del orfanato de San Sebastián. En dicho lugar, sentada sobre una rechinante camilla, permanece unos cuantos minutos, siendo aún presa del pánico, el mismo que poco a poco se extingue en cuanto logra percatarse de que se encuentra en un lugar seguro. Haciendo un gran esfuerzo baja del oxidado catre y ya un poco más tranquila da algunos pasos rumbo a la salida, hasta detenerse asombrada en frente de una estrecha cama sobre la cual reposa el niño que había encontrado junto al rio durante la mañana y que luce bastante diferente, dado que toda la maleza que le cubría fue removida y aquel inquietante olor a muerte se desvaneció. Ella lo observa perpleja, y un poco temerosa, mas no tarda demasiado en entender que no puede sentir ningún rencor hacia él aun cuando pareciera haberla atacado sin razón, puesto que ante sus ojos solo se manifiesta el rostro inocente de una criatura, alguien que no es merecedor de su odio. Mientras Natalia contempla al pequeño en silencio, el doctor Adolfo Fonseca ingresa en la habitación, y notando que la joven instructora ha despertado le pregunta:

—¿Cómo te sientes?

—Bien —responde ella de inmediato—, todavía me duele la cabeza, pero voy a estar bien…



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En el texto hay: asesinatos, orfanato, bosque misterioso

Editado: 04.10.2018

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