Sintiéndose ya al borde del desespero Adolfo continúa su búsqueda con obstinación, está seguro de haber caminado por varias horas sin un rumbo fijo, guiado por su intuición, por la simple sospecha de que el singular sonido que lo llevó lejos del consultorio tenía como propósito llamar su atención y la de nadie más. En poco tiempo esta conjetura sin fundamento se transformó en una certeza absoluta, sin que llegase a entender el porqué. Pero la agreste superficie del terreno boscoso mengua sus energías con cada paso, sus piernas tiemblan a punto de colapsar y sus brazos se hacen cada vez más pesados. Agobiado, ve disminuir la intensidad de la única fuente de luz, y hace lo posible por regular el flujo de combustible de la vieja lámpara en un intento por mantenerla encendida, entendiendo que solo así puede tener alguna esperanza de encontrar el camino de vuelta.
Mientras intenta resolver el problema de la iluminación escucha un sollozo en las cercanías, un sufrimiento ajeno que llama su atención. No toma mucho tiempo para decidirse, suspira y sigue el endeble sonido hasta su origen. Regresa unos pocos pasos por el camino a sus espaldas, gira a la derecha y en tan solo unos cuantos segundos se ve de nuevo en frente del dispensario, junto al cual encuentra la pequeña choza que solía ser utilizada por el desaparecido jardinero para guardar toda clase de herramientas. Entiende sorprendido y molesto que la enorme distancia recorrida solo existió en su cabeza, pues está claro que nunca llegó a alejarse tanto como creía, pero se muestra más sorprendido aún al ver en ese sitio al Niño Mudo llorando sin consuelo, recargado contra aquel gigantesco árbol que Adolfo observaba con recelo poco antes. Tras apagar el candil y dejarlo en el suelo se aproxima quitándose el abrigo para dársela al niño, quien tirita sin parar, pero ya encontrándose cerca se detiene al ver que su rostro está bañado en sangre. Regresa unos cuantos pasos, y se desploma al tropezar con una piedra. Algo adolorido se levanta veloz, agitado y confuso, sacude sus ropas, para luego preguntar al muchacho si se encuentra bien, procurando disimular el miedo que le embarga. De inmediato el llanto se detiene y Daniel levanta su puño tembloroso, del que deja descolgar con un movimiento una joya preciada, una que Natalia siempre llevaba al cuello.
En ese momento el desaparecido lamento se torna en sonoras carcajadas llenas de malicia, que sacan de su sueño a decenas de los moradores del hospicio, que despiertan la ira del doctor, quien en la rojiza sonrisa del gato plateado ve la confirmación de sus temores más profundos, de que aquellos gritos que por momentos creyó haber imaginado fueron reales, fueron producto del sufrimiento de su amada.
Perdiendo toda compostura lanza un puñetazo al niño, derribándolo de inmediato, “¡¿Dónde está?!”, le grita arrebatándole el collar, viéndolo arrastrarse entre risas maniacas. “¡¿Dónde carajo está?!”, dice cegado por la ira, dispuesto a repetir la agresión, pero es detenido por su mejor amigo antes de cometer lo que a simple vista parece una locura. Gran cantidad de curiosos se hacen presentes, la maestra Liliana Solís se apresura a revisar las heridas de Daniel mientras la concurrencia observa horrorizada las manchas de sangre que tiñen tanto las ropas como el rostro del pequeño, creyendo que son el resultado de una salvaje golpiza propinada por el enfurecido médico.
Camilo libera al agresor cuando nota que se ha calmado un poco, le increpa buscando alguna respuesta pero éste le da la espalda y se aleja en silencio, se recarga contra la puerta de la pequeña bodega y cubriendo su rostro con ambas manos se desliza hasta quedar sentado e inmóvil ante las innumerables miradas inquisidoras. El niño, perdido en su propia mente, es llevado de regreso a la enfermería seguido por casi una decena de personas mientras que otros permanecen en aquel lugar discutiendo acerca de lo que debe hacerse con Adolfo, no obstante, Camilo intercede a su favor señalando el hecho de que nadie vio lo sucedido, pide que le permitan hablar con el ofuscado atacante a solas antes de tomar cualquier determinación. Todos los presentes acceden a dicha petición y se marchan mientras el asombrado maestro intenta por todos los medios obtener alguna explicación por parte de quien se encuentra sumido en las dudas más profundas, formula pregunta tras pregunta mientras le ayuda a levantarse, luego lo guía rumbo al despacho de la directora donde espera interrogarlo con más calma. Pero solo se alejan unos cuantos metros antes de que Adolfo note unas huellas rojizas dejadas en la tierra por la victima de su agresión y que provienen del depósito. Ante la sorpresa de Camilo regresa y con un solo golpe abre la puerta del pequeño recinto de cuyo interior surge un aroma pestilente que junto con una terrorífica visión le hacen caer de rodillas gritando con todas sus fuerzas, su corazón se acelera mientras golpea el suelo hasta que sangran sus nudillos, la ira y el desconsuelo son demasiado grandes como para soportarlos, en pocos segundos colapsa. Camilo se aproxima en cuanto lo ve caer, quedando petrificado ante la macabra escena que sacó al médico de sus cabales, ante los inertes ojos de Natalia cuyo cuerpo mutilado cuelga de una de las vigas del techo junto al de Agustín, siendo sostenidos por un fino alambre metálico. Teniendo en frente semejante escenario clama por ayuda, aunque sus trémulos labios no emiten más que balbuceos, no tiene idea de lo que sucede, y no sabe hasta qué punto puede aquel que considera su hermano estar involucrado en el suceso más aberrante que alguna vez presenció.