Sus ojos, embelesante placer, dulce drogadicción, carcelero de sus recuerdos, regente de sus emociones. Coqueto e irreverente, duro y cruel, así es el amor, ese que no te supe dar y el que mucho menos aprendí a recibir.
Hoy tu mirada ya no está y sé que no volverá; sin embargo, hay cosas que es mejor dejar en su lugar, como el azúcar de tus besos y la sal de los míos. En la complicidad de la noche se ciernen nuestras almas, o lo que queda de ellas si es que alguna vez estuvieron allí y compenetran los miedos hasta que al piar de las primeras aves de la mañana afloran los destellos de aquella farsante felicidad, momentánea y fugaz como la vida misma.
Ven, toma mi mano y escapemos al más allá donde la tragedia del amor no nos tome por sorpresa, hundámonos en la espesura de las mentiras y arrullémonos con el sonido de nuestro propio llanto, dejemos que destilen lágrimas y que estas formen un río, uno turbulento y caudaloso como nuestra historia, esa que siempre quedara escrita en los pasillos de la mente y de la que jamás podremos escapar.
Prisionero mío, hoy, mañana y siempre arrastrarás el ancla de aquel sublime, insólito y mentiroso amor que pretendimos tener.
Recuerda que por hoy y por la eternidad vivirás presidiario de mis mentiras y objeto de mis deseos, aunque sea solo en el imaginario mundo de mi desdichada locura, irreverente imaginación y venenosa labia de la que solo fuiste una presa más.