TERMINAL DE HIS, PARIS I
Este juego no se trata de ganar o perder, sino de cuánto estás dispuesto a destruir cuando las cosas no salen a tu favor
Rush
Noviembre, 12.
El ambiente se había vuelto pesado mucho antes de que el sonido de las rejas se hiciera presente, junto a varios pasos resonando por el hoyo en que estaba metido, y tampoco tuve que esperar un siglo para escuchar las mismas palabras que había venido escuchando desde hace años, pero mucho más seguido estos días. Sin embargo, aprendí, gracias a los años de experiencia, que lo único que cambiaba en la maldita rutina era el tono de su voz. Él llegaba y, dependiendo de cómo su humor se encontraba, yo sufría. A veces las sesiones eran leves, otras veces cortas, dolorosas o largas. Todo dependía de su tono de voz.
El muy hijo de perra llegaba, y con él, traía su odio, su frustración, y yo, como siempre, era el jodido saco de boxeo sobre el que desahogaba sus demonios. Su voz cortó el aire como un cuchillo afilado, una orden que ya conocía, una orden que significaba dolor, un dolor que había aprendido a soportar de tantas formas que me preguntaba si alguna vez sentiría algo más.
—Abbassatelo —escupió con desprecio.
Tomé aire profundamente, un reflejo de preparación que mi cuerpo había desarrollado con el tiempo. Las cadenas descendieron, arrastrando mi cuerpo destrozado hacia el suelo, como si la maldita gravedad quisiera recordarme que no importara cuantas veces intentara resistir, siempre terminaría aquí, a sus pies, asquerosamente humillado y roto.
Se suponía que había tenido suficiente de mí hacía un par de horas atrás, haciéndome mierda hasta la extenuación, pero aquí lo tenía, mirándome otra vez como si fuese un abominable monstruo al que le encantaba joder cuando estaba de mal humor, porque lo estaba. No hacía falta mirarle directo a los huecos vacíos que tenía como órganos sensoriales para darse cuenta de que tenía un humor de los mil demonios que desquitaría conmigo.
Por cómo me arrancó la puta mordaza que traía encima, sabía dos cosas. La primera era que esta vez, esta sesión duraría una jodida eternidad, y la segunda era que algo le había salido mal. Los últimos días él había estado parloteando sobre cómo todo se estaba alineando a su favor, de cómo, por fin yo le había servido para algo y miles de mierdas más que me daba dolor de cabeza recordar. Incluso, hace unas estancias atrás, también había estado soltando mierda sobre eso, por lo que mi sesión había terminado temprano, siendo mucho más corta de las que había tenido desde...
El primer golpe fue brutal, directo a mi mandíbula. Debido al impacto, las cadenas me llevaron hacia atrás, masticando mis muñecas por la sacudida. No hubo pausa. El segundo golpe me alcanzó en las costillas, el tercero en las piernas, y luego vino la avalancha, una lluvia incesante de puñetazos que se estrellaban en mi cuerpo como martillos en una piedra ya resquebrajada, esparciéndose por las partes de mi cuerpo libre que las cadenas no sostenían. La lluvia de golpes siguió, siguió y siguió hasta que no pude distinguir otra cosa que no fuese una capa espesa de sangre en mis ojos.
—¡Es por tu maldita culpa! —Rugió, ahogado en ira, desatando golpe tras golpe—. ¡Tenía un plan, Rush! ¡Todo iría bien! ¡Pero todo es tu maldita culpa!
A este punto no podía respirar, no podía pensar. La sangre que se acumuló en mi boca la escupí y junto a eso, vino otra ronda de golpes que no acabó hasta que sentí como las fuerzas me abandonaban, cómo mi agarre en las cadenas se desvanecía, y mi cuerpo caía más cerca del suelo, un cuerpo que ya no sentía como propio, sino como un montón de carne y huesos dispuesto a ser destrozado.
Y entonces, vinieron las patadas. Fueron brutales, dirigidas a mis piernas, a mis costillas, a cualquier parte que aún estuviera libre.
—¡Todo lo que planeé se fue al carajo por tu culpa! —Gritó una vez más, sus palabras como veneno derramado en cada golpe que siguió, uno tras otro, incesantes.
Sin embargo, aunque cada jodido golpe era un recordatorio del odio que él sentía, un odio que había construido dentro de mí como un cáncer, a pesar del dolor que envolvía cada rincón de mi cuerpo, a pesar de las llamas que ardían en mis entrañas, me negué a emitir un puto sonido. La sangre se mezclaba con el sudor en mi rostro, pero mis ojos permanecieron fijos, sin expresión, observando sin ver, mientras su rabia aumentaba con cada segundo que no me quebraba.
Al entenderlo, al ver que no iba a conseguir una mierda de mí, los golpes cesaron por un momento, pero comenzaron los rasguños en mi piel con aquel maldito látigo de púas en al final de sus colas, clavándose en mi pecho, en mis costillas y hasta en mi cara por puro placer oscuro que él se traía.
El crujido del látigo cortó el aire, seguido de un latigazo seco que se estrelló contra mi espalda desnuda. La piel se desgarró al instante, y el dolor, afilado y abrasador, recorrió mi cuerpo como un veneno. Pero aun así mi mandíbula se mantuvo cerrada, mis labios sellados en una línea firme, sin emitir un puto sonido.
Porque no le daría la asquerosa satisfacción. No me arrodillaría ante él, no mostraría ningún tipo de sufrimiento del que intentaba infligirme. Me había quitado todo, se había encargado de hacer eso malditamente bien, pero no me quitaria la poca dignidad que había construido a base de sus torturas.
—¡Me hubiese gustado usar esto con tu cagna tanto que no te imaginas, figlio! —Sus manos estuvieron en mi mandíbula, apretandola con ferocidad, obligándome a verlo a los ojos vacíos en los que me reflejaba— ¡De lo único que me arrepiento es de lo rápido que la hice desaparecer de este maldito mundo! ¡¿Lo entiendes?! ¡De eso es lo único que me arrepiento! —Espetó a centímetros de mi cara.
Editado: 15.12.2024